Omar Awapara

Llega a su fin el primer año de de , marcado desde el inicio por una serie de características que solo se han acentuado con el tiempo, y con la creciente revelación de que, por todo norte, vienen primando el patrimonialismo y el latrocinio antes que la ideología. A los rasgos identificados muy pronto en su mandato (debilidad, inoperancia e impopularidad), se le han sumado graves indicios de corrupción y obstrucción a la justicia que no solo sugieren que un cambio de rumbo es inviable, sino que el daño a la institucionalidad (y el ánimo nacional) solo puede ir en aumento con el paso de los días.

Cabe repetir que, hasta la fecha, no hay evidencia alguna que muestre que el gobierno de Pedro Castillo tenga un origen ilegítimo. Los votos lo pusieron en la segunda vuelta, como el candidato más votado, y luego lo ungieron presidente por estrecho margen. Desde un inicio, se le ha criticado por muchos motivos (presentes también en otros gobiernos, por cierto), pero he sostenido en más de una ocasión que un gobierno es representativo porque es elegido en elecciones y asume una responsabilidad frente a la ciudadanía, que es encargada de juzgarlo con su voto.

Y es precisamente la ciudadanía la que ha dejado en claro su posición frente al Gobierno de forma consistente en cada medición de la aprobación presidencial. Decía, en un balance de sus primeros 100 días, que Castillo era ya un gobernante bastante impopular en comparación con sus predecesores, lo que sugería que la ciudadanía había ya comenzado a evaluar de forma negativa la gestión del Gobierno. Desde luego, esos números son reversibles (y suelen terminar al alza), pero nada ha cambiado en los siguientes 265 días (y los números en las encuestas así lo refrendan) como para sugerir un proceso de aprendizaje.

En realidad, los vicios solo se han pronunciado. Un gobierno con cuatro gabinetes y casi 60 ministros explica la continua descomposición de la gestión pública. Como contabiliza ECData este domingo, el Gobierno ha hecho 138 nombramientos cuestionados, de funcionarios sin experiencia o con antecedentes. Aunque muchas designaciones quedaron sin efecto, la erosión de la gestión pública es manifiesta, y lo fue desde un inicio.

Lejos de convocar a un equipo profesional para trabajar por una agenda ambiciosa o plasmar un proyecto ideológico, todo indica que el cuoteo y la repartición de puestos públicos obedeció a una lógica de saquear el erario. Se trata de un gobierno que en poco tiempo ha levantado serios y abrumadores indicios de corrupción entre funcionarios y familiares muy cercanos al propio presidente.

Como en una línea de tendencia, entonces, los defectos y errores que se identificaron con claridad en los primeros 100 días no solo no se han corregido, sino que a ellos se añade una avalancha de denuncias y testimonios que habrían ya forzado una renuncia o una vacancia de no ser por la capacidad que tiene el Ejecutivo (en ese ámbito, sí bastante eficientes) para establecer una base de apoyo cómplice en el Congreso que le permite sobrevivir.

Lo alarmante, en ese sentido, es que cuando ya es evidente que incluso se hace uso de recursos estatales para obstruir las investigaciones que develan la corrupción campante, todo siga como si nada. Hoy, a pocas horas del mensaje presidencial de 28 de julio, reaparece desde la clandestinidad Bruno Pacheco para levantar nuevas expectativas sobre la base de más declaraciones incriminatorias. Pero a medida que pasa el tiempo, se debilita esa idea esgrimida por los votantes renuentes de Castillo de que sería más fácil de controlar que Keiko Fujimori. Feliz 28…

Omar Awapara es director de la carrera de Ciencias Políticas de la UPC