Hace algunos años cada 28 de julio era fecha de temer. Mientras algunos se refugiaban en sus casas frente a la radio o a la televisión para esperar los impactos (las devaluaciones, desembalses de precios, anuncios de severo ajuste fiscal y heterodoxas pateadas de tablero); otros se acomodaban en ambientes idóneos para evaluar cómo lo dicho por el presidente los favorecía o los sacaba del mercado... y hasta del país.
Entonces reinaba la percepción de un Estado hiperpoderoso, que podía hacer lo que inspirase la desesperación, la ideología o la formación técnica de los gobernantes. Estas peroratas eran percibidas como la antesala de una nueva hecatombe y una fuente de cándida expectativa respecto a ver alguna luz al final del túnel.
Después de varias décadas nos dimos cuenta de que el Estado no era hiperpoderoso, que sus poderes (emitir moneda, crear impuestos, acumular deudas públicas e implementar expropiaciones) lo podían hacer tal vez hiperdestructivo, pero nunca capaz de cambiar nuestra suerte.
Dado que lo único razonable que podría hacer el gobierno era darnos estabilidad nominal, gastar bien los recursos que nos sonsacaba y respetar las instituciones, lo deseable era retórica estable y clara. Es decir, discursos aburridos. Décadas de creencia que la salida vendría desde el gobierno, debieron de ser superadas por el impopular reconocimiento de que el reto estuvo y está en nosotros.
Eso sí, sabíamos que ayudaría mucho que la burocracia no empañe las cosas y que oferte –de la mano con los privados– servicios transparentes en justicia, recolección de impuestos, seguridad ciudadana, educación y salud públicas. Pero ¿interiorizamos realmente esto?
Por algunos años pareció que sí. Los discursos se hicieron más predecibles. Los presidentes destacaban sus logros, sus escandaletes, introducían algún impuesto, narraban cómo habrían gastado y ofertaban promesas que incluían desde la lucha frontal contra la corrupción hasta ‘shocks’ de confianza, esquemas de equidad y hasta... contribuir a la paz mundial.
Pero este 28 puede ser diferente. Aunque le parezca muy desagradable, inoportuno o exagerado lo que le plantearé, existen intereses visibles sugiriéndole al gobierno –que ingresa a su fase de salida y hace poco nos ofreció una gran transformación socialista– que recuerde los viejos tiempos. Que le haga creer otra vez en el Estado hiperpoderoso, suelte créditos, cierre megaproyectos, gaste más (irresponsablemente), dé regalitos y hasta patee las reglas. Un tránsito gradual para quienes no quieren creer lo que está sucediendo lentamente.
Ya abundan en la actual administración y fuera de ella tecnócratas de izquierda (algunos conscientes, otros inconscientes de su ideología) que han trabado la inversión, tratando de regular desde lo que estudiamos y hasta lo que comemos, que han inflado el gasto estatal y controlado el dólar durante el último trienio y que además le achacan al modelo el enfriamiento que ellos han causado.
Abramos los ojos y no seamos testigos pasivos de otro paso más en el discreto regreso de la creencia de que un Estado hiperpoderoso lo arreglará todo.