Estamos en la temporada en que los candidatos presidenciales sacan o amenazan con sacar sus propuestas de gobierno –ese ejercicio en que pretenden tener el plan, o múltiples planes, para resolverlo todo–. En estos solemos aprender que siempre se puede mejorar la salud, la cultura, el desempleo, la educación, etc., con una buena dosis de dirigismo y programas gubernamentales.
Felizmente el progreso no ocurre así. El autor Matt Ridley nos explica en su nuevo libro “La evolución de todo” (The Evolution of Everything) que los grandes avances de la humanidad ocurren de una manera no planificada e impredecible y se trata de cambios graduales en los que han contribuido multitudes de personas sin que necesariamente se conozcan o hayan tenido un fin común.
El desplome de la pobreza mundial, la reforestación de buena parte del mundo desarrollado, la caída de la fertilidad, la habilidad de dar de comer a una población mundial creciente, son ejemplos de tales fenómenos que nadie planificó.
Es más, los órdenes complejos se dan precisamente porque han evolucionado en un proceso que no ha sido dirigido por una persona o grupo de expertos. El lenguaje es un ejemplo. Nadie inventó el español o el inglés, pero esos idiomas son sistemas de reglas sofisticadas escritos por todos y que a su vez están siempre evolucionando. Así como en el caso de las costumbres y el mercado, es el resultado de la acción humana pero no del designio humano, como explicó el escocés Adam Ferguson.
La cocina peruana y su ‘boom’ es otro ejemplo de lo que explica Ridley. No hay un autor de la culinaria nacional ni se necesitó un ministerio de la cocina para que surgieran los platos peruanos.
El orden espontáneo se manifiesta en toda esfera importante de nuestras vidas –en el dinero, el matrimonio, la tecnología, la educación, el derecho, etc.– según Ridley; por lo tanto, representa un reto para líderes políticos, religiosos, intelectuales y empresariales que presuponen imponer su visión por encima de los demás. El matrimonio y las relaciones monógamas emergieron y se extendieron porque beneficiaban a las sociedades que las practicaban –esas prácticas redujeron la violencia y aumentaron la productividad de los hombres–. Pero el matrimonio en las relaciones sexuales sigue evolucionando y hay poco que podemos o debemos hacer al respecto.
¿Quién hubiera previsto la revolución de los teléfonos celulares y su uso extendido en el mundo en desarrollo? ¿O que en Kenia la mayoría de los ciudadanos usen teléfonos móviles para transferir una forma de dinero no oficial? Internet es otro orden complejo con nadie a cargo y que nadie diseñó. Y a pesar de que a veces se afirma que el Gobierno Estadounidense lo inventó, Ridley demuele ese argumento. No pasó nada con el sistema del gobierno por décadas hasta que se quitó la prohibición comercial y efectivamente se privatizó.
Los esfuerzos para promover la investigación y el desarrollo con dineros públicos también malentienden la evolución, pues la ciencia no es lo que estimula la innovación y el comercio, sino que el proceso ocurre al revés: el conocimiento científico suele ser el producto de las necesidades del mercado y del cambio tecnológico.
La idea de que detrás de todo lo bueno hay una persona o grupo de gente que deliberadamente causó tal resultado es casi siempre equivocada. Por eso, hay que desconfiar de los planes grandiosos y detallados que pretenden resolver los problemas de la sociedad. No quiere decir que no hay un papel para el Estado, solo que hay que permitir y reconocer la evolución mucho más de lo que lo hacemos ahora.