Mi primera tentativa para leer “Don Quijote de la Mancha” fue un fracaso. Estaba todavía en el colegio y las palabras antiguas, que debía consultar a cada paso en el diccionario, y las frases tan largas me confundían. Terminé por rendirme. Años después, cuando estaba en la universidad, un precioso librito de Azorín, “La ruta de Don Quijote”, me incitó a intentarlo de nuevo. Esta vez sí, lo leí de principio a fin, gozando en cada frase y en cada página, con la historia de esa pareja dispar, el alargado caballero idealista, empeñado en transformar la realidad para que se parezca a la de sus libros y sus sueños, y su terrestre escudero, pragmático y ventral, que trata de retener a su amo en la cruda realidad para que no se pierda en las nubes de su fantasía.
Todo es deslumbrante en este libro que simboliza, mejor que ningún otro, la riqueza de nuestra lengua: la infinita variedad del español para expresar con todos los matices y variantes la condición humana, la fantasía que lleva a los seres humanos a transformar la vida y hacerla progresar; en otras palabras, la manera como la literatura nos defiende contra la frustración, el fracaso y la mediocridad. El mundillo estrecho y provinciano de La Mancha por el que peregrinan el Quijote y Sancho se va convirtiendo, gracias al arrojo y a la voluntad del empeñoso caballero andante, en un universo de aventuras jocosas e insólitas, donde la audacia, el absurdo y el humor se entreveran, impregnados de humanidad, para mostrarnos cómo la imaginación puede mutar el tedio en aventura, y convertir lo cotidiano en una peripecia inusitada en la que se alternan lo maravilloso, lo milagroso, lo patético, todas las mudanzas de que puede estar hecha la vida.
En las muy elogiosas y justificadas reseñas al reciente libro de Santiago Muñoz Machado se dice que se trata de una nueva biografía de Cervantes. No hay tal cosa. En el libro se analizan las más importantes biografías de Cervantes, con sus aciertos y sus fallas, y, por ejemplo, Muñoz Machado es mucho más severo con Américo Castro –”El pensamiento de Cervantes”– que lo que lo fueron los expertos que, al aparecer este libro, se atrevieron a criticarlo.
Si el COVID-19 no lo hubiera impedido, la primera pregunta que le hubiera hecho al director de la Academia Española, en el diálogo que hubiéramos tenido, sería esta: “¿Lo planeaste así desde el principio? ¿Leer esos centenares, acaso millares de libros, para tener una idea clara de cómo y dónde nació el Quijote?”. Porque lo más extraordinario del “Cervantes” de Muñoz Machado es que parece haber sido planeado para toda una vida de averiguaciones y lecturas, un trabajo de biblioteca interminable, a fin de saber en qué sociedad y de qué modo surgió ese libro que, casi de inmediato, deslumbró a Europa. No creo que haya un trabajo parecido por muchos años, capaz de equipararse con este análisis en el que, prácticamente, todas las manifestaciones de la sociedad española comparecen para explicarnos en qué mundo y con qué objetivos nació el Quijote.
No exagero nada. El lector de este libro de más de mil páginas, y más de doscientas de notas bibliográficas, puede averiguarlo todo: el aparato legal que reinaba en España mientras Cervantes escribía las aventuras del Quijote, y las fiestas populares, la extensión de la brujería, la vida cultural en todas sus manifestaciones, y, por supuesto, los enredos y crímenes de la Inquisición, así como la vida culta, de pintores, comediantes, actores y artistas, y la vida militar, a la sombra de la Corona. Todo está allí, pormenorizado y expuesto, con lujo de detalles, y narrado con ese lenguaje sencillo, claro, sin asperezas ni violencias, de Santiago Muñoz Machado, tan cauto que parece hablar al oído de las personas.
Entre las páginas del libro, creo que es un gran acierto las dedicadas a las brujas. Van mucho más allá que “Las brujas y su mundo” –el libro de Caro Baroja– por su ferocidad y por su gracia, y por la rigurosa investigación. Allí tenemos a ese inquisidor, convencido de que la bruja que juzga es una loca, enfrentado a esa fierecilla que le asegura que “ha hecho el amor con el demonio” y que lo volverá a hacer, “después de ser quemada”. Los inquisidores no tienen más remedio que mandarla a la hoguera, ya que no logran convencerla de que todo eso que dice es pura fantasía.
Pero es en el campo cultural y literario donde Muñoz Machado celebra sus mejores momentos. La verdad es que Cervantes padece lo indecible para encontrar personajes que auspicien su libro; no solo se niegan aquellos que él elige; también se resisten los poetas y artistas a los que pide poemas o textos que respalden su novela.
Y aquí viene la pregunta mayúscula. Cervantes era un hombre sencillo y desgraciado, al parecer, desde muy joven. No sabemos gran cosa de su infancia. Cuando empezaba a vivir, un crimen, cierto o falso, lo saca de España y reaparece en Italia, en el séquito de un arzobispo. Como todos los humildes, se hace soldado. Y lucha en Lepanto contra el turco, cuando no debía hacerlo, por la enfermedad que soportaba. Siempre estuvo orgulloso del arcabuzazo que le arruinó aquella mano. Y luego, debido a los secuestradores berberiscos, pasó cinco años en Argel, donde debió sufrir lo indecible, sobre todo después de sus intentos de fuga. Lo salvaron, pagando su rescate, unos curas trinitarios. En España, trató de ir a América, y el Estado ni siquiera le contestaba las cartas. Es decir, todo en él ocurría de modo que fuera un ser resentido y dolido. Y, sin embargo, la generosidad y la hombría de bien de Cervantes están más que aseguradas. Era un hombre generoso y sin dobleces, severamente preocupado por elevar la vida de sus conciudadanos. Un hombre bueno e idealista, sin duda. ¿Cómo se explica ese contraste?
Y aquí va la última pregunta para Santiago Muñoz Machado, quien –lo dice expresamente en su libro– está convencido de que el Quijote fue escrito por Cervantes para “acabar con las novelas de caballerías”. ¿Estás muy seguro de eso? Porque, la verdad, Cervantes había leído tantas novelas de caballerías que nadie podría negar que tenía cierta afición a ellas. En el Quijote hay innumerables muestras de tal cosa. Por supuesto que conocía el Amadís de Gaula, y, por otra parte, hay una síntesis bastante exacta del Tirant lo Blanc, que, asegura Cervantes, “es el mejor libro del mundo”. ¿No se advierte en todo esto una cierta nostalgia? Por lo menos la ilusión de un mundo de orden y de formas, en el que la violencia humana encontrara una horma que la redujera y aplacara, un mundo, muy alejado del real, en el que todo estuviera previsto y establecido, de acuerdo con códigos estrictos. Tal vez de este modo el ser humano pudiera ser humanizado y frenado en sus múltiples excesos, empezando por los de las guerras.
Cuando leí por primera vez el Quijote llevaba un buen tiempo leyendo novelas de caballerías, en las cuales el formalismo y las maneras trataban de poner algún freno a los excesos de aquella época, convirtiendo a ese terrible mundo en una forma de minué. ¿No era posible que, después de haber sufrido tanto en la vida, Cervantes lo hubiera buscado también? Bajo el brillo de las espadas y la ferocidad de las contiendas, surgía un mundo de paz y de orden, de comportamientos estrictos, según un plan rígido destinado a acabar con la espontaneidad en la que se vertían toneladas de sangre, rodaban cabezas y el mundo aparecía tal como es: podrido y sin remedio. ¿No trataba el Quijote de poner fin, aunque fuera de manera retórica, a todo eso con las payasadas de un loco que soñaba con la vieja caballería?
Madrid, abril del 2022
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