Nunca lo conocí, pero siempre quise hacerlo. A él le debo haber podido leer “El Quijote”, que había tratado de entender en mis años de colegio. Pero las palabras y el estilo de ese libro me derrotaron, y después de consultar muchas veces el diccionario, terminaron por aburrirme y acabé el colegio sin haber leído esa obra que los profesores consideraban la máxima del idioma.
Fue solamente después de haber leído, de Azorín, “La ruta de Don Quijote”, un maravilloso texto de 1905, que me atreví una vez más a enfrentarme a “El Quijote”. Esta vez, sí gocé y admiré esas páginas que tienen para mí el sabor de las frases de Azorín. Y creo que ambos son incomparables y muy diferentes. “El Quijote” es alegre, divertido, sus frases chisporrotean, y Azorín es parco, elegante, como escondido de sí mismo, la negación de la negación. Pero ese paseo por La Mancha que narra “La ruta de Don Quijote” es un texto maravilloso que permite leer “El Quijote” como contraste. Si lo hubiera visto a Azorín en esos paseos que daba por las calles de Madrid, al anochecer, le hubiera dicho que tenía una enorme deuda con él por haber podido leer “El Quijote” gracias a esas crónicas y también a su ensayo “Al margen de los clásicos”, de 1915, otra joya literaria que me animó a enfrentarme a la obra maestra de Cervantes.
Azorín fue un estilista ejemplar, el más elegante que haya dado España y nuestra lengua. Su mundo es el de los pueblecitos escondidos y eternos, el de los escritores que nunca publicaron y que él descubría con lo que levantaba como el polvo de una casa hacienda y revelaba en sus crónicas inolvidables. Es verdad que el autor alicantino fue anarquista en su juventud, y en su vejez, franquista, pero esos desvíos no interrumpen la elegancia de su prosa inigualable (el segundo tuvo, además, consecuencias negativas para él, pues durante mucho tiempo su obra fue menospreciada por intelectuales que lo consideraban de derechas). La magia con la que segregaba esas oscuridades que encontraba en los pueblos, y a las que él dotaba de una vida excelsa, es algo que solo muy pocos prosistas son capaces de realizar.
Azorín dormía muy poco y solía hacer un recorrido de periódicos en las primeras horas de la mañana, cuando su palabra encantaba a los redactores. Lo extraordinario de su caso es que la mayor parte de sus escritos eran periodísticos, y que, pese a ello, él creó un estilo siempre acertado, incluso en las rancherías de La Mancha en las que se alojó en ese aniversario que celebraba el tercer centenario de “Don Quijote”, algo que él festejó mejor que nadie en sus textos. No hacía crítica literaria en el sentido académico, pero sus crónicas ayudan a los lectores profanos a descubrir y entender a algunos de los mayores clásicos, incluyendo la literatura medieval y el Siglo de Oro de nuestra lengua.
“Primores de lo vulgar”, dijo de él el ilustre José Ortega y Gasset. Creo haber leído decenas de libros de Azorín y nunca asociaría su prosa a la vulgaridad, aunque es cierto que convertía en arte –en primores– los aspectos más anodinos del paisaje o de la vida provinciana. Era un estilista elegante, preciso, en el que el adjetivo siempre acertaba. Es posible que nadie lea a Azorín en estos días en los que el periodismo es dejadez, fraseología sin contenido, la obligación de escribir que persigue a los hombres de oficio y los lleva a menudo a decir frases sin sentido. Qué diferencia con Azorín, siempre tan exacto y preciso en su expresión, en la que no hay vacilación ni superficialidad, frases que parecen haber sido refinadas hasta la última desnudez. Y, sin embargo, él escribía cada día y nunca se repetía, pues encontraba siempre la manera de señalar algo que los demás no habían visto, lo que da a sus crónicas ese aire de verdad profunda, como si la sostuvieran montañas de erudición.
Fue un solitario y, aunque aceptaba formar parte de una generación, su estado de ánimo era siempre la soledad, esa descripción de la España profunda en la que todo se vuelve quietud, tiempo congelado, y en la que las cosas aparentemente menos importantes se vuelven perennes y quedan petrificadas, a salvo de la decadencia. Por eso hay que leer a Azorín, descubrir con él esos lugares olvidados y esos autores secretos que él presentaba de manera libérrima, destacando lo que nadie había visto en ellos, una manera de objetivar, el látigo de las frases que elevaban sus libritos a tesoros.
Dicen que en sus años terminales Azorín descubrió el cine. Sus crónicas cinematográficas están muy por debajo de esas otras que solía escribir y que renovaban la vida gracias a una prosa que señalaba siempre lo insólito y daba una elegancia suprema a todo aquello que tocaba, porque Azorín, prosista insigne, escondía esa locuacidad que tienen ciertos estilistas, y son muy pocos los que aportan el estilo, contagiando la vida a lo inerte, y nos hacen gozar en cada lectura. No hay en su generación ningún escritor que tenga su precisión y su elegancia, y lo más extraordinario es que muchas de sus crónicas que ahora nos deslumbran las escribió en las tardes apresuradas, tal vez sin corregirlas, como los mejores prosistas europeos.
No hacía concesiones y estoy seguro de que no le importaba que muchos lectores de sus textos se quedaran en babia. Su secreto anhelo era el descubrir esa personalidad que él resucitaba, bañándola en oro y, está demás decirlo, ¡ay del lector que intentara rehacer sus lecturas! Porque él tenía en exclusiva esa virtud que poseen los mejores escritores, la de descubrir el secreto de la comunicación en todo aquello que tocaba, fueran cosas, textos o esos detalles que hacían revivir lo enterrado y olvidado.
He intentado alguna vez cotejar los textos de Azorín con sus modelos y, la verdad, no recomiendo esa aventura a nadie. Porque Azorín es único y no tiene sentido revisar aquello que él ponía en evidencia, gracias a su estilo inimitable. Paseó por la vieja España su mirada enternecedora y elegante, señalando aquello que la velocidad nos ocultaba, las piedras o maderos o aquellos textos con los que él disfrutaba y nos hacía disfrutar.
Han pasado 150 años desde que nació y los libros que dejó regados por doquier representan lo mejor que ha producido la prosa castellana, un milagro que no tiene adversarios, porque Azorín es único.
Publicó también teatro y hasta novelas, a los que el tiempo ha sepultado en el olvido. Porque lo importante son sus crónicas, el caso de un escritor que, escribiendo todos los días, nunca se equivocó y trazó una manera de ver España que es muy personal. En tanto que cuando escribía esos libros en los que él creía ser profundo, era superficial, más bien en esas crónicas que llenaban su vida cada tarde es donde estaba su grandeza, pues nos mostraba una manera de ver el paisaje, o de leer los libros, que nos revelaban en toda nuestra desnudez. Las obras a las que dedicó muchas horas han sido vencidas por el tiempo, pero en esas crónicas periodísticas que llenaron las tardes de su vida se mostró como quería. Por eso, y por mil cosas más, hay que leer a Azorín: él nos muestra cómo somos y cómo nos imaginamos. La verdad profunda está en los textos de Azorín. Vale la pena recordarlo ahora que cumple nada menos que 150 años.
Madrid, junio del 2023
©Mario Vargas Llosa./Ediciones El País, S.L.