Cumplir los 15 hace treinta años era todo un acontecimiento, sobre todo para las chicas. Los 15 eran la edad emblemática en que te volvías señorita y soñabas con tu fiesta, con tu vestido de princesa (que parecía un merengazo) o con que te regalaran un collar de perlas. Claro, soñabas, digo, porque debido a la crisis de los ochenta con las justas te tocaba una reunión monse que acababa a las diez de la noche porque había toque de queda.
Recuerdo esa época de mi vida con cariño, qué duda cabe, pero también con horror: de pronto tu cuerpo parecía otro, te salían unas piernazas y te aparecía cintura, se te llenaba la cara de granos, te colocaban fierros (sí, horribles fierros, los discretos ‘brackets’ llegaron después) para enderezarte los dientes, te crecía la nariz; y no sabías muy bien si eras princesa o monstruo. Los 15 eran también la época en la que te descubrías en la mirada del otro, en la que esperabas que el chico ‘cool’ de pelo largo con camisa hawaiana (disculparán la vejez) te sonriera.
Miedo, ilusión, inseguridad, expectativa y energía son solo algunas de las confusas sensaciones que nos acompañaban a los adolescentes de entonces. Y supongo que el asunto no ha cambiado mucho para los de hoy. El acné, la rebeldía y el cuerpo que crece en absoluto desorden siguen ahí para atormentar a las chicas y, sobre todo, a sus padres que no saben cómo lidiar con este ser en constante cambio. (Como decía mi amigo el psicólogo Julio Hevia, los hijos adolescentes parecen el castigo que Dios ha mandado a los padres por haberse atrevido a tener sexo).
Hay, sin embargo, un hecho nuevo que me parece está distorsionando esta etapa turbulenta de transición, necesaria para forjar la identidad; y son las cirugías estéticas. Los infinitos tratamientos de belleza y los mil métodos que proliferan para que toda imperfección sea borrada del físico de una niña grande en un quirófano o en un spa. Antes soñábamos con una fiesta, hoy las quinceañeras piden tetas. Sí, les ruegan a sus padres por implantes mamarios, pese a que su cuerpo no está totalmente desarrollado y su cabeza es un laberinto de inseguridades. Antes hacíamos aeróbicos mirando a Jane Fonda, hoy cada vez más niñas entre 15 y 20 años se hacen operaciones de ‘by-pass’ gástrico para ser flacas como unos maniquíes. Antes esperábamos que nuestra nariz terminara de crecer y armonizara con nuestra cara, hoy un navajazo les deja a todas la misma nariz de Barbie.
El fenómeno se da en todas partes del mundo, y cada vez más padres desconcertados ceden ante los pedidos de sus hijas porque no soportan verlas infelices en este entorno de rostros uniformes y cuerpos inverosímiles. En Corea del Sur, donde el tema está volviéndose casi inmanejable, una de cada cinco mujeres ha pasado por el quirófano para hacerse arreglos; en Estados Unidos es una de cada veinte y, contrario a lo que se piensa, las clientas aumentan entre las mujeres más jóvenes.
La historia de la adolescente china Lee Hee Dane, que a los 15 años se sometió a múltiples cirugías para reconquistar a su enamorado, no es más que el anuncio, paradójico, de un mundo tortuoso diseñado para las hijas de las mujeres que tanto han luchado por su liberación. Un mundo de tetas gigantes, cinturas diminutas, potos de globo, caras de muñeca. Un mundo de enormes vacíos que solo se agrandan con cada corte de bisturí, con cada implante de siliconas.