Hoy empieza la gran fiesta del fútbol. Esa que todos esperan con paciencia durante cuatro años. Esa por la que se paralizan oficinas, estudios, congresos, asambleas. Como en toda celebración a esta gala van los invitados de lujo (España, Brasil, Argentina), también hay espacio para los que siempre pueden sorprender (Nigeria, Japón, México). Y de lejitos participamos los que nos hemos quedado al margen. Aquellos que cumplimos el papel de hincha de nadie. De fanático fantasma.
Pero no siempre fuimos esta suerte de zombis mundialistas en los que nos hemos convertido. Hubo un tiempo en el que el Perú lograba clasificar al campeonato del mundo. Que las Eliminatorias eran un concurso en el que no éramos considerados mantequilla. La última vez que nos colamos a esa gran fiesta, que hoy se celebra en Brasil, fue en 1982. En ese entonces teníamos un equipo lleno de estrellas, y éramos capaces de ganarle a Francia, de empatarle a Italia y de dejar fuera de campeonato a un equipo tan mundialista como el uruguayo.
No éramos los mejores, pero éramos una gran promesa. Y tal vez esa condición no era más que la metáfora perfecta de un gran país que empezaba a consolidarse. En 1982 acabábamos de recuperar la democracia, luego de más de una década de gobiernos militares. En 1982 el presidente era Fernando Belaunde, siempre considerado un caballero honesto. En 1982 Sendero daba sus primeros pasos, pero aún no se había consolidado en la fuerza asesina en la que se convertiría. En 1982 el fenómeno de El Niño todavía no nos había arruinado el litoral que devastaría a inicios del 83. Éramos un país con esperanza.
En medio de este contexto, en el que el Miss Universo se hacía en el Amauta, en el que las voleibolistas eran subcampeonas mundiales, en que lo más subido de tono que encontrabas en la tele era Ferrando fastidiando a Tribilín; en ese contexto algo naif, 11 jugadores se batían en la cancha con shorts más cortos y apretados, con sueldos más terrenales y con objetivos más grandes. Once ídolos se movían con la elegancia de un caballo de paso y la gracia de un tondero. Y sí, pues, el Perú jugaba lindo, y si bien nunca pasamos a segunda ronda y el 5 a 1 contra Polonia nos dejó a todos traumados, pues ahí estuvimos. Y gritamos el gol contra Italia como si en ello se nos fuera la vida. Y vimos a Velásquez tumbar de casualidad a un gigantesco árbitro alemán que casi se atraganta con el pito. Y vimos a Oblitas siempre preocupado por sus lentes de contacto, a Uribe moverse con su elegante soberbia, a Cubillas celebrar con su eterna sonrisa, a La Rosa meter sus patadas fulminantes, a Cueto jugar con precisión de francotirador. A todos los vimos batirse con los mejores. Y sufrimos. Y gozamos. Y lloramos. Porque aunque fuéramos niñas en colegio de monjas, las clases se detenían para ver jugar al Perú. El mundo se detenía para ver jugar al Perú.
En 1982 tuvimos un espacio en la misma fiesta en la que hoy somos convidados de piedra. Pero más que un equipo en el Mundial, tuvimos esperanza. Esa que después se llevaron el terrorismo de Sendero y el MRTA, la inflación de Alan García, la prepotencia de Fujimori y Montesinos. Hace 32 años éramos más inocentes. Más simples. Teníamos fe en que llegaríamos mucho más lejos. Algo de esa fe se nos ha perdido en el camino, y ya está siendo hora de empezar a recuperarla.