Quizás este 28 de julio lo que el Perú necesita es que todos comencemos a sentirnos paisanos. Como sucede con los más de tres millones de peruanos que viven fuera del país, donde lo único que importa para quererse es tener el pasaporte rojo con el escudo de la vicuña, la cornucopia y el árbol de la quina grabado en la tapa.
Cuando nos encontramos fuera, con la excepción de algún huachafo que quiere darse aires de grandeza que generalmente no tiene, consideramos “nuestro paisano” a todo nacido en esta tierra, sea de donde sea. Allí, al conocernos, la pregunta obligada es: ¿de dónde eres?, y hasta hace algunos años la respuesta era un simple “de Arequipa” o “de Huancayo” o “de Lima”. Pero hoy el limeño dice también, casi automáticamente, “de Breña”, “de los Olivos” o “del ‘Llauca’”, si se trata de un chalaco orgulloso. Cosas del crecimiento.
Los encuentros se dan casi siempre en lugares donde la comunicación boca a oreja nos dice que llegan los paisanos. Puede ser una pollería o restaurante de cocina peruana, el negocio de algún compatriota o una calle donde se sabe que llegan y que hasta tiene ambulantes que venden canchita. Y si hay pocos de acá en ese rumbo, el ‘point’ es la bodeguita que regenta un mexicano o colombiano, que atrae a bolivianos, ecuatorianos, peruanos y otros latinos, porque allí cada quien encuentra “su” panela, papelón, piloncillo o raspadura, que es solo “nuestra” misma chancaca con diferentes polleras.
Allí se recuerda con nostalgia el país, se habla de lo bien que se come aquí (y lo mal que comen los de allá), se conversa de conocidos comunes y algo de política (no mucho), y sobre todo se pasan datos. Datos importantísimos en caso del “síndrome de abstinencia peruana”, como dónde encontrar los “verdaderos” limones para el cebiche, el ají panca para el escabeche, el restaurante que sirve un pisco sour “pasable”, nunca como el de casa; y también, para quien lo necesita, alguna chambita para completar el ingreso, un médico latino o un buen abogado en temas de migraciones.
Y cuando hay reunión “donde alguien”, quizás no haya cebiche (difícil de hacer en muchos sitios), pero no faltan el ají de gallina, la papa a la huancaína (con salsa Alacena, que saca de apuros) y el infaltable (y tan simbólico, que hasta una tarjeta telefónica para peruanos en EE.UU. tuvo esa marca) arroz con pollo. Todo se riega con Inca Kola, Cusqueña o Pilsen, cada vez más fáciles de hallar, y si alguien recibió encomienda, se endulza con Sublime, turrón de Doña Pepa o panetón D’Onofrio, además de la mazamorra morada Universal o el arroz con leche que hizo la dueña de casa.
Pero lo mejor sucede cuando es reunión por 28, pues todos se emocionan con el himno nacional cantado con la mano en el pecho (y el corazón en la mano), casi al borde de las lágrimas. Y todos sueñan con el Perú porque nadie más tiene ricas montañas, hermosas tierras, risueñas playas, Machu Picchu, cau cau, tacu tacu y Cua Cua.
En ese momento todos son paisanos y se quieren, grandes, chicos, ricos, pobres, legales, ilegales, apristas, comunistas, de derecha o de centro, blancos, morenos, mestizos, chinos, serranos, costeños o charapas. Como debiéramos también querernos los 31 millones que estamos este 28 de julio aquí, en esta tierra del inca que nos vio nacer. ¡Feliz 28, paisano!