Julio Guzmán, el candidato que ha irrumpido en las encuestas representando a un sector joven y moderno del electorado, ha planteado que todas las confesiones y sus iglesias reciban por igual un financiamiento del Estado para sus fines proselitistas. Resulta que Guzmán es católico como el 80% de nuestros compatriotas y no está de acuerdo con que el Estado Peruano le retire el subsidio que, a raíz del concordato con el Vaticano, recibe esa confesión –no paga impuestos y sus dignidades reciben un sueldo del Estado–.
“La Iglesia Católica está hace 500 años con nosotros, ha contribuido con la sociedad, con las tradiciones y creencias”, ha dicho Guzmán para justificar su negativa. Así que, para que la Iglesia Católica siga gozando de ese beneficio, a Guzmán no se le ha ocurrido mejor idea que ampliarlo a todas las confesiones religiosas porque quiere que le “pongan la cancha plana para todas”.
Resulta extraña la concepción que tiene Julio Guzmán sobre la modernidad que afirma encarnar, pues si hay algo que distingue a esa forma de ver el mundo de la visión tradicional y conservadora que la precedió es, precisamente, su divorcio con la religión.
Así que la modernidad no solo se trata de que el Estado no tenga religión oficial (como en Irán o Arabia Saudí), sino que este no debe tomar partido por ninguna. De tal modo que el Estado laico y neutral no es un capricho de la modernidad sino su producto político más cabal y emblemático.
Nuestra Constitución, en efecto, reconoce una serie de méritos históricos a la Iglesia Católica en la formación de la identidad nacional que le permite justificar para ella un trato preferencial. Sin embargo, es evidente que esto es una excepción al espíritu de la modernidad y al principio de la laicidad del Estado que pretende perfilar la Carta Magna.
Es obvio que uno puede estar o no de acuerdo con la modernidad y sus principios –de hecho, existe desde la década del 70 del siglo pasado un gran debate mundial sobre sus postulados–, pero lo que no puede hacer un candidato es vender gato por liebre. Guzmán no puede decir que representa a la “modernidad” porque en realidad representa una forma conservadora y tradicional de concebir las relaciones entre el Estado, la religión y la Iglesia.
Así, Guzmán pretende convertir una excepción constitucional a la modernidad en una regla. Pues de eso se trata que todas las confesiones y sus iglesias reciban apoyo del Estado a través de un financiamiento público.
Si Guzmán encarnara la modernidad que pregona en campaña, la consecuencia lógica y política no sería ampliar el financiamiento del Estado a la religión (cualquiera sea la Iglesia), sino, por el contrario, eliminarlo. Lo que demuestra que, si Guzmán ha empezado a tumbarse dinosaurios por el camino, es simplemente porque él es el más grande de todos. Y aquí, me temo, no hay Yanbal que pueda maquillar a un dinosaurio.