En la época en la que escribía los anuncios para Negrita nadie imaginaba que, 30 años después, esta mazamorra sería el centro de un debate sobre el racismo. Igual de impensable habría sido mi llamada de ayer a Raúl Otero, retirado en su hogar, para ordenar mis recuerdos y escribir este artículo sobre la marca que alguna vez dirigió.
“¿Cómo te enteraste?”, le pregunto. “Un amigo me avisó”, me responde sin amargura, consciente de que cuando le vendes tu negocio a una corporación no hay que esperar esas deferencias. Mientras hablamos, soy bombardeado por muchas imágenes: Raúl, de niño, visitando la fábrica de su padre, donde procesaban harinas de tubérculos y otros insumos de repostería; Raúl, ya adulto, tomando el timón de esa fábrica que para entonces ya convertía la harina en mazamorra. Mi imaginación, incluso, retrocede 80 años, cuando el padre de Raúl le dijo “negrita” por primera vez a quien luego sería su esposa; al mismo señor bautizando a sus productos con ese sobrenombre en una época en la que los dibujantes le añadían a las mujeres negras un pañuelo en la cabeza con la misma naturalidad con la que le ponían un puro a un hombre blanco.
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Llega, entonces, mi pregunta central: “¿estás de acuerdo con que eliminen la marca?”.
Raúl ríe, incómodo: parece debatirse entre el mundo en el que nació y el mundo en el que murió su marca. “No”, acepta. Luego se relaja y aquí lo cito de memoria: “lo que han hecho es para las tribunas... yo habría hecho algo más profundo”.
Raúl no es ni tonto, ni insensible: sabe que las sociedades evolucionan y que los símbolos cambian con ellas. Pero incluso si él hubiera sido un activista en vez de empresario, jamás habría sentido, como hombre privilegiado, las repercusiones de un imaginario social que nunca lo ha relegado. Ni él ni yo sabremos jamás con exactitud cómo se siente una niña negra a la que su sociedad le recuerda constantemente que lo que se espera de ella es que sea cocinera o bailarina de folclor, ni se nos ha ocurrido que en el Perú existen niñas negras a las que en los colegios se les arrincona diciéndoles: “Negrita sabe lo que te gusta”.
Un lema que, dicho sea de paso, yo alguna vez escribí: otro recuerdo que me petardea.
Dicho esto –y tras conversarlo con Raúl–, más me pregunto si el borrón y marca nueva es una decisión buena en el fondo, pero apresurada en su ejecución. Es indiscutible que esa joven negra con pañuelo en la cabeza no debía existir más. Pero, ¿y si esa joven sobrevivía para cuestionar nuestras taras? ¿Si mandaba al carajo su apodo y atuendo y nos decía que es científica y que a veces se hace un postre? ¿Y si se convertía en un personaje que se burla de nuestros prejuicios?
Cuando se elimina un símbolo –tal como ocurre con las estatuas derribadas–, aprendemos lo que no se debería volver a repetir. Pero cuando se resignifica un símbolo, nos obligamos a pensar de otra manera.
Con lo primero queda el pedestal vacío.
Con lo segundo, prosigue el aprendizaje.