La primera vez que me enamoré (o algo parecido) debo haber tenido 12 años. Apareció de pronto en Ancón, un chiquito medio terrible, medio pata de Judas, que hacía todo lo que no debía y que nos volvía locas a las niñas. Se llamaba César y siempre estaba haciendo algo peligroso o prohibido: se trepaba a los postes de luz, nos tiraba globos de agua, nadaba más rápido que todos, corría más rápido que todos y debe haber sido el primer chico al que vi alguna vez prenderse un pucho. Ahora que lo pienso no hacía nada especialmente terrible, pero tenía fama de ser algo así como el Fonzie del grupo y a mí me encantaba.
Nunca se enteró por supuesto. Ni él ni nadie. Jugábamos todo el día juntos, éramos patas del alma, jamás nos dimos siquiera la mano, pero está claro que yo, por primera vez, entendía lo que era morirse por alguien. Soñaba que me casaba con él, que teníamos hijitos, y todas esas tonteras que se te quedan en la cabeza cuando has crecido entre Barbies y muñecas. Con los años, ese sentimiento de mariposas en el estómago, de fascinación, volvió a repetirse y ya no fue una sensación nueva. Porque sí, al igual que ustedes, me he enamorado varias veces y, como en la historia de mi amigo César, no en todas he sido correspondida.
Pero una cosa es esa ilusión que nos causa el otro, ese deslumbramiento que por unos meses, semanas o días nos hace pensar que no podemos vivir sin ese sujeto que acabamos de descubrir, y otra muy distinta es amar. Se enamora cualquiera. Solo aman los que han sabido trascender la fugacidad de la emoción para transformarla en la solidez de un sentimiento. Los que se enamoran pueden vivir grandes aventuras y torrentosos romances que son magníficos y muy excitantes, por cierto. Los que aman, en cambio, son capaces de entrelazar su vida con la de otro. Escogen no un fin de semana en Venecia o un mes de disfrute en el Caribe (que, repito, es fantástico), sino que apuestan por la cotidianidad de levantarse al lado de alguien más. De entrelazar su cuerpo al lado del mismo codo, hombro o pierna del día anterior, la semana anterior, la década anterior.
Cuando te enamoras es riquísimo porque estás emocionado y excitado, pero cuando te llega el amor lo que quieres es ver al otro envejecer. Quieres ayudarlo a vomitar cuando esté enfermo. Quieres sorprenderlo todos los años con una fiesta de cumpleaños distinta. Quieres hacerlo profundamente feliz. Cuando amas, quieres construir un futuro y quieres que cada amanecer tenga el olor del mismo café.
No sé si es mejor vivir enamorándose que vivir amando. Cada uno elige lo que lo hace más feliz. Pero una de las cosas más tristes que ha ocurrido en el Congreso a raíz del rechazo del proyecto de ley de la unión civil es que se les ha dicho a los homosexuales del Perú: ustedes no pueden amar.
Los padres de la patria no tienen problemas con que los miembros de la comunidad homosexual tengan aventuras, se diviertan, mantengan parejas ocasionales, pero no están dispuestos a permitirles, a los que así lo deseen, que se amen. No les han querido dar permiso para que construyan un futuro juntos. No los han dejado tomarle la mano a ese ser que aman el día que esté moribundo. No los han dejado constituirse con todas las de la ley en una pareja donde lo más importante es estar ahí para el otro. Siempre. Y a pesar de todo.