Fue un sábado de verano –como el de hoy, pero mucho menos caluroso– que se publicó en la revista Somos de este Diario el primer reportaje sobre Ana Estrada Ugarte y su pedido para que el Estado le conceda el derecho a una muerte digna. Cinco años han pasado desde aquel febrero del 2019, pero lo recuerdo todavía fresco, vívido, leve, a pesar de todo lo que Ana ha tenido que bregar en este tiempo.
Semanas antes de publicar la nota, la contacté tímidamente por Facebook y ella tardó en responder y aceptar mi propuesta de reunirnos a conversar. Luego me contaría que al principio dudó si era una buena idea exponer su caso en un medio masivo. Era comprensible. Cuando finalmente pude visitarla en su casa, me habló con enorme paciencia y apertura de la polimiositis degenerativa que padecía, pero también de su infancia y su trabajo como psicóloga, de su familia y sus tatuajes, de sus mascotas, de los libros que leía, las películas que le gustaban y más.
Recuerdo también las muy bellas fotos que le hizo Ana Lía Orézzoli –los primeros de muchos retratos que Ana se tomaría después, fotogénica como pocas–, nuestras conversaciones por WhatsApp, algunos momentos emotivos, alegrías y frustraciones, etc. En estos cinco años pasaron tantas cosas (¡una pandemia incluida!) y Ana las enfrentó todas con una entereza que aún hoy no deja de sorprenderme. Porque, si bien fue enorme el respaldo que recibió, también fueron muy duros y violentos los juzgamientos de algunas personas, y la lentitud con que la justicia peruana abordó su caso. Recién hace menos de un mes Essalud ha culminado el protocolo para una eventual muerte asistida. Un alivio que le negaron demasiado tiempo.
Frente a esas dificultades –y también frente a los sucesos esperanzadores–, Ana se mostró casi siempre llena de vida. Para algunos, esto puede sonar paradójico, pero yo lo encuentro perfectamente coherente: ¿no es lógico y sensato que alguien que vive con tanto entusiasmo merezca también el derecho de elegir cuándo morir, sobre todo si una enfermedad le arrebata irremediablemente su vitalidad? Y, lo más importante, siempre en aras de su voluntad y de su libertad. No hay gesto más humano que ese.
El periodismo suele ser un oficio de vínculos pasajeros y esporádicos, a menudo poco profundos, pero de vez en cuando te depara encuentros mucho más trascendentales. El de Ana fue uno de ellos, sin duda. En algunos entrevistados, uno reconoce su inteligencia, en otros admira su nobleza, y a veces también su valentía. Se cuentan con los dedos de una mano aquellas personas que reúnen todo ello. Y, si además de entrevistada se convierte en amiga, no se puede más que agradecer tal privilegio.