El mismo antifujimorismo, por Carlos Meléndez
El mismo antifujimorismo, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Los antifujimoristas más recalcitrantes simplifican el fujimorismo como una “mafia corrupta” que habría que vetar de la política peruana. Para ellos, Fuerza Popular (FP) ni siquiera amerita ser objeto de análisis porque “ya sabemos cómo son”. Cualquier otro diagnóstico es interpretado –cuando menos– como concesión. Incluso los académicos que “osan” investigar el fujimorismo cruzan los límites de la “ética”; son intelectuales “cómplices”, “geishas” (sic).

Los moderados –quienes nunca votarían por un fujimorista para ningún puesto de elección popular– reconocen que el fujimorismo ha construido una organización política que responde, además, a las reglas democráticas. Saben que nunca serán “caviares” y no les gusta su impronta legislativa. No dudan en caracterizar a los fujimoristas como “matones” que “abusan del poder”. Pero reconocen que es la principal fuerza política del país. Para ellos, el análisis urge. 

Ambas intensidades antifujimoristas tienen un mismo origen; se remontan al 5 de abril de 1992. Su contenido se fue sedimentando durante los noventa como rechazo a las políticas de ajuste y al creciente autoritarismo de los gobiernos de Alberto Fujimori. Así, el antifujimorismo se fue tiñendo de izquierda y de valores democráticos, aunque con el tiempo trascendió estos límites ideológicos. El activismo ciudadano, promotor de “memoria histórica”, ha permitido transferir estas premisas a nuevas generaciones. Por ello, en contextos de declive de las ideologías y déficit partidario, el antifujimorismo aparece como aglutinador identitario que resuelve –circunstancialmente– la miseria del debate programático peruano. 

El antifujimorismo goza de buena salud porque ha trascendido la coyuntura electoral que lo limitaba. Se ha convertido en una tabla de salvación para herejes políticos que han encontrado en su plataforma una causa para su voluntarismo. En un páramo partidario nacional y ante una ola conservadora-populista internacional, las protestas antifujimoristas sacian la necesidad posmaterial de expresión del descontento “progre”. Aunque carecen de recursos orgánicos sostenibles –más allá de cuadrillas de activistas callejeros y virtuales–, tienen capacidad de imponer ciertos puntos en el debate político. Sus mejores recursos se concentran en la opinión pública, al condicionar el tenor de la “mediocracia”.

El antifujimorismo es un atajo cognitivo que funciona como elemento cohesionador posideológico en nuestra “democracia sin partidos”. Pero también podría socavar la convivencia ciudadana y el pluralismo político. En tanto que ‘anti’, no soporta matices ni distingue de entre sus rivales a élites y electores. Sus estigmas generalizan selectivamente. Si, por ejemplo, un miembro de un partido comete delitos de corrupción, esta falta se extiende en su imaginería a práctica institucionalizada. No por casualidad los partidos mejor organizados –Apra y FP– han sido blanco de estas estrategias de desprestigios (¿por qué no Perú Posible y el Partido Nacionalista?). 

En este tipo de lid política –polarizadora en buenos versus malos– se desvirtúa el vínculo genuino del elector –aprista o fujimorista– con su identidad partidaria. El elector fujimorista queda casi condenado al más bajo escalón de la dignidad cívica, lo cual recarga sus baterías de enfrentamiento al ‘establishment’. Así, el círculo vicioso se eterniza.