A estas alturas, Pepe Julio Gutiérrez se ha convertido en el dirigente social más (tristemente) célebre del país. Presumiblemente negoció con la Southern la desmovilización de las protestas contra Tía María por unas millonarias “lentejas”. Su caso no debería ser novedad: la dirigencia social –sobre todo cuando carece de representatividad– no es ajena a la corrupción. Si esta llega a los funcionarios de cuello blanco, también alcanza –con mucha más razón– a la “burocracia” del reclamo social.
En tantos años de conflictividad, pocos han aprendido la lección. Comencemos el repaso. Primero: no existe líder, caudillo, agitador o “huaraquero” que pueda arrogarse algún nivel decente de representatividad del descontento. Ni Gutiérrez ni Marco Arana, ni Ollanta Humala –en su momento más “polo rojo”–. Ninguno. Los canales de intermediación política y social en el Perú están rotos. Por dicha debilidad, los dirigentes sociales ven reducidas sus funciones a las de simples operadores políticos –una suerte de brókeres de la demanda insatisfecha– sin capacidad real de control, ascendencia y dirección del movimiento social. (Sí, estimado minero-dueño-del-Perú, usted estuvo haciendo mal negocio).
Segundo, y aunque usted no lo crea, estos “azuzadores” son los menos radicales (no tendrían, de hecho, línea directa con emisarios de las mineras). La protesta social sostenida atrae a indignados y directos afectados tanto como a anarquistas y militantes de la violencia. La protesta legítima es, a la vez, una puerta falsa donde se infiltran operadores de la disfuncionalidad social. Normalmente estos portan una voz anómica que gana terreno conforme se socava la legitimación de los dirigentes más moderados y se perpetúa el enfrentamiento.
Así, llega el momento en que el colectivo se vuelve incontrolable. Gutiérrez lo expresa claramente (para diario “Gestión”): “Qué se puede hacer ante una masa, no son los alcaldes, no son los presidentes de las juntas, sino es una masa humana (la que dirige la protesta)”. La movilización violenta es el fracaso del bróker, no su capital, como interpreta cierta prensa. El comportamiento colectivo disruptivo desborda a dirigentes y autoridades. Los alcaldes distritales y la gobernadora Osorio son, especialmente, “testigos privilegiados” de brazos cruzados. El escalamiento de la protesta sobrepasa los “superpoderes” de los manipuladores o de quienes “engañan a la población”.
La causa del conflicto no es la desinformación sino la insatisfacción. No hay estrategia de comunicación de EIA (evaluación de impacto ambiental) que valga. Un 25% de peruanos –según Ipsos– cree que el país está retrocediendo, luego de tantos años de crecimiento económico. ¿Cuándo vamos a entender que mientras el ciudadano promedio se sienta perdedor, habrá espacio para sacar a la calle su bronca? Mientras proyectos como Conga y Tía María se conviertan en símbolos del mediocre statu quo (gracias al mandatario y a las ensimismadas élites empresariales, cuyo mayor contacto con la realidad es la “empleada doméstica”), existirán “antimineros”. No me refiero a esos “irracionales vándalos” amotinados en Arequipa, sino al 33% de peruanos que señala que un proyecto minero perjudica al país: 15% en el NSE A (¡!), 29% en B, 32% en C, 37% en D y 39% en E. Nada más viejo que la lucha de clases.