El debate sobre la suspensión o continuidad del voto preferencial para elecciones congresales es un buen ejemplo de los rumbos perdidos de nuestras élites en materia de institucionalidad política. Los líderes de las principales fuerzas políticas, la más sesuda consultoría de la cooperación internacional y hasta la voz editorial de El Comercio se han pronunciado a favor de la eliminación de dicha modalidad de selección de las preferencias congresales. Todos aducen que ella es la causante de los principales males de la política partidaria en el país. Según reza el decálogo “antipreferencial”, este modo de elección es el principal causante de la inconsistencia programática de los partidos, la “baja calidad” (sic) de la representación parlamentaria, del transfuguismo y de otros males endémicos de nuestra política chicha. Incluso el respetado colega Fernando Tuesta ha señalado que en la eliminación del voto preferencial radica “el corazón de la reforma”.
La política peruana requiere un ‘shock’ institucional (disculpen la insistencia). Entiendo que la precariedad de nuestra política nos ha llevado a la ética del cambio legislativo como parche provisional. (El cambio de un artículo por aquí, otro por allá). Pero si nos exigimos una visión a largo plazo, el voto preferencial no es sino el apéndice de la reforma política. Modificarlo puede ser prácticamente inocuo para el objetivo de fortalecer la dinámica partidaria en el país. Las razones en su contra no son más que hipótesis sin comprobar, originadas en el mundillo de la tecnocracia de la cooperación internacional. De hecho, se pueden dar argumentos mucho más fundamentados a favor del mantenimiento del voto preferencial.
La elección por lista preferencial tiene muchas virtudes tanto en el plano normativo como en el de movilización política. Respecto a la primera dimensión, es el principal instrumento que tiene la ciudadanía para imponerse a las decisiones elitistas de las cúpulas partidarias. ¿Por qué Keiko Fujimori y Alan García coinciden en proponer su eliminación? ¿Por sus convicciones democráticas? No necesariamente, sino porque la lista cerrada les facilitaría un combo parlamentario sujeto estrictamente a sus antojos, donde se premiaría más la lealtad al líder que la representatividad de los candidatos. ¿La lista cerrada terminaría con la venta de puestos y el precio tan alto que se exige como contribución a los primeros de la lista? Por el contrario, en partidos más personalistas, podría incrementar aun más el valor monetario de las primeras posiciones porque serían fijas, de pasar la valla electoral.
Las candidaturas parlamentarias individuales pueden generar efectivamente luchas fratricidas pero son, a la vez, el motor de las campañas partidarias. El que todos los integrantes de una lista, desde el primero hasta el último de la fila, tengan esperanzas electorales es un incentivo para movilizar recursos a favor de la candidatura propia, la marca partidaria y el candidato presidencial. Sin estos alicientes, se mermaría el activismo de la campaña electoral.
El fortalecimiento de los partidos no pasa por una regulación aislada sino por la articulación coherente de muchas de ellas. De otro modo, las buenas intenciones detrás de la eliminación del voto preferencial, el financiamiento público, la prohibición de la reelección a nivel subnacional, entre otras “perlas”, resultan tan prescindibles como un apéndice enfermo.