Si hay una cosa en la que todos deberíamos estar de acuerdo es que necesitamos más parques que parqueaderos. Por ello, hace unas semanas, cuando me encontré después de mucho tiempo con Anna Zucchetti, presidenta del Servicio de Parques de Lima, la felicité porque durante su gestión se habían creado seis parques zonales.
Anna es bióloga italiana enamorada del Perú. Que se dedique apasionadamente a preservar y a ganar zonas verdes para los peruanos es una manifestación natural en ella.
No sé en qué momento empezamos a mezclar parques con viajes y de esta asociación vino a mi cabeza el futuro aeropuerto de Chincheros, en Cusco.
–¿No sería genial –le dije– que el antiguo aeropuerto se convirtiera en un parque central para la ciudad?
–Como en Quito –asintió.
Así, me enteré de que el aeropuerto de Quito que yo conocía ya no existía. En su lugar se construyó uno más grande, ubicado a 25 kilómetros del centro, en Tababela.
–¿Van a hacer un parque donde estuvo el aeropuerto?
–Sí.
Y en mi mente vi a las huestes del quiteño Atahualpa descansar en amplios espacios bucólicos mientras que las del cusqueño Huáscar se contentaban con concentrarse entre pizzerías para turistas y agencias de viaje. Pocas veces una ciudad tiene la gran oportunidad de reordenarse mediante un parque nuevo en su corazón. Ahora Cusco la tiene. La perspectiva de un parque de ese tamaño permite detenerse a pensar una nueva etapa de desarrollo para la ciudad en la que se elevaría exponencialmente el valor de los barrios que existen en la zona. Además, le añadiría a esta hermosa ciudad un polo recreativo que no tiene hoy y que las urbes más amables poseen de manera central: grandes prados verdes, flora y fauna controlada, espacios para el arte y la lectura, un circuito para el deporte. Y, por supuesto, tendría un impacto ambiental benéfico para la calidad del aire y la regulación de la temperatura.
Como consta en este artículo, semanas después de despedirme de Anna esta idea me ha seguido dando vueltas y vueltas, como aviones sobre un aeropuerto congestionado.
Si mis amigos cusqueños me generan envidia por la ciudad tan bonita que tienen, no quiero ni pensar lo que sentiré si llegaran a tener un parque central como no lo hay en otro lugar del país. Alguna vez escuché en un foro de urbanismo que Lima se perdió la oportunidad de tener uno en su área céntrica cuando el viejo hipódromo de San Felipe vio construir en su terreno lo que hoy es la residencial del mismo nombre. No me considero capaz de juzgar esa decisión a cincuenta años del contexto que la acompañó y en una rama que no es de mi especialidad, pero tampoco soy capaz de imaginarme una ciudad de alta calidad de vida sin grandes áreas verdes cerca de sus habitantes.
–¿Y qué piensas del Golf en San Isidro? –me dice Anna.
Le hago un gesto vago mientras se me aparecen esas 48 hectáreas de césped rodeado de alambrada al que pueden ingresar pocos privilegiados. Y pienso –pero no se lo digo– que Cusco la tiene infinitamente más fácil con su aeropuerto que Lima con su déficit de solidaridad.
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