Ana Jara finalmente se encomendó a Dios y logró el voto de confianza del Congreso que la Constitución le exige. Más allá de que lo visto durante las últimas semanas (jaloneos, promesas, pedidos, chantajes, intransigencias) haya dejado (más) pésimo a toda nuestra clase política ante los ojos del ciudadano; tal vez resulte interesante tratar de reflexionar qué significado tiene esta confianza que se le negaba a Jara y sus ministros, y qué repercusiones puede tener en el futuro de nuestra democracia.
¿Qué significa pedir un voto de confianza? Tecnicismos aparte, es simplemente el hecho de que los congresistas reconozcan de antemano que el Gabinete está en capacidad de realizar con profesionalismo la tarea que se le ha encomendado. Los votos de confianza son parte de nuestras relaciones sociales más elementales, aunque no necesariamente tengamos que votar y hacer ceremonias para eso: cada vez que salimos de casa y encargamos a alguien que cuide a nuestros hijos estamos otorgándole a esa persona un voto de confianza. Nos ponemos en manos de médicos que nos cortan el cuerpo para sanarnos sobre la base de que confiamos en que lo harán bien. Nos subimos a un taxi o un bus confiando en que ese chofer nos llevará a nuestro destino sanos y salvos. Nos casamos y emparejamos con otros individuos no solo por amor, sino porque confiamos en que quieren estar a nuestro lado o que quieren lo mismo que nosotros. Sin un mínimo de confianza entre los seres humanos la vida sería imposible, y las relaciones personales más elementales se convertirían en un suplicio.
Pues bien, lo que hemos visto esta última semana entre el Gabinete Jara y el Congreso ha sido un espectáculo de cómo la falta de entendimiento y la mutua sospecha más grosera pueden destruir la relación de dos instituciones fundamentales para el correcto desarrollo de nuestro país. El Congreso le ha dejado en claro a Ana Jara que no tienen ninguna fe en que ella y su grupo de trabajo sean capaces de educar a los niños peruanos, proteger la salud de los ciudadanos, evitar que los peruanos se maten en las calles, manejar las relaciones con los países vecinos... nada. Por su lado, el presidente Ollanta Humala y la primera ministra se han encargado de hacer saber a los parlamentarios que lo único que ellos necesitaban era cumplir con el mero trámite de la votación, y que ahora están listos para chambear sin estorbos ni intromisiones. Cada uno ha quedado, entonces, atrincherado en su esquina, como una pareja de esposos que convive bajo el mismo techo; pero que ya no se habla, ya no se mira, ya no tiene nada en común, ya no coordinan...
Dramatismos aparte, lo grave de esta circunstancia es que, así como en el caso de los esposos normalmente tienen una familia de la cual ocuparse, pues en el caso del Gabinete y el Congreso lo que hay es un país que necesita que se formulen leyes, se tomen decisiones, se aprueben partidas presupuestarias, se coordinen políticas públicas, se terminen huelgas, etc. A Humala le quedan dos años de gobierno, la economía del país está francamente lenta como una marmota, y en medio de este escenario poco atractivo, ahora resulta que los encargados de hacer que las cosas funcionen se miran con más recelo que una pareja despechada. El Congreso ha quedado con los típicos aires revanchistas de un hombre que acaba de descubrir que le han puesto los cachos y el Gabinete Jara con la petulancia del rechazado que mira al otro con cara de “al cabo que ni quería”. Así no, pues.