Bótox, ácido hialurónico, lifting, hilos rusos, cirugía, liposucción, siliconas, plasma rico en plaquetas, extensiones, fajas reductoras y masajes anticelulíticos son solo algunos de los tratamientos de belleza por los que una mujer de mi edad debería haber pasado. Cuando superas los cuarenta años, las preguntas y cuestionamientos te asaltan en cada esquina: ¿ya te hiciste la papada? ¿Te pones bótox? ¿Ya te inyectaron tu sangre licuada rica en plaquetas? No todas las damas se someten a tanta cosa y cada una es libre de elegir qué tratamiento de belleza quiere aplicarse para lucir más bella, más joven o más lo que quiera. Sin embargo, detrás de este discurso de libertad de elección y de expresión se esconde, como señala la escritora Naomi Wolf (en su clásico “El mito de la belleza”) una presión social que está esclavizando a las mujeres y está socavando sus intentos de vivir en un mundo más igualitario.
Simplificando a Wolf, podríamos decir que ante los avances de la mujer en el ámbito laboral, político, artístico, económico, etc. aparecen nuevas formas de dominación que buscan frenar este crecimiento y preservar el modelo machista imperante. La obsesión por la belleza, la delgadez y la juventud vendrían a ser, de acuerdo con este esquema, la nueva cárcel que alberga a las mujeres y las vuelve seres inferiores. Si antes la vida doméstica y el cuidado de los hijos se usaban de excusa para mantenernos a raya; hoy es este inalcanzable ideal físico el que nos distrae, nos vuelve inseguras, ansiosas y débiles.
Nunca antes hubo en el mundo tanta anorexia, tanta bulimia, tanta oferta de productos de belleza y de tratamientos anti envejecimiento (mi abuela acaba de cumplir cien años y tiene un cutis envidiable que cuidó con agua y jabón). La tecnología nos bombardea todos los meses con nuevos tratamientos, productos, cirugías, lásers, o peelings. El Internet y las redes sociales ponen su grano de arena atarantándonos con estereotipos de mujeres inalcanzables que despiertan un sentimiento de competencia entre nosotras que nos debilita aún más.
Sí, ya sé que los hombres también viven en este mundo y también están sometidos al mismo bombardeo, pero a ver, pongámonos una mano en el pecho y sinceremos el discurso: ¿se les exigen iguales estándares de belleza a los hombres que a las mujeres? En un trabajo como el que realizo en la televisión mis compañeros de conducción pueden tener canas, panza, calva y arrugas y siguen estando vigentes porque se asume que trabajan con su cerebro, no con su cara. Las periodistas mujeres, en cambio, no solo debemos ser inteligentes, agudas, preparadas y profesionales; sino también flacas y regias. Y ese es solo un ejemplo, hay muchos más. Miren a su alrededor y verán que si una mujer “exitosa” no cumple con estos estándares de belleza entonces no es lo suficientemente exitosa. Al hombre de éxito, en cambio, los kilos y las patas de gallo lo adornan, no lo descalifican.
Esta semana vimos aparecer ante cámaras a Renee Zellweger, uno de los rostros más dulces y talentosos de Hollywood, totalmente transformada por la cirugía. René como cualquier mujer el mundo es libre de hacer con su cara y su cuerpo lo que le dé la regalada gana. Me temo, sin embargo, que tras esas sonrisas irreconocibles y esos rostros estiradísimos no hay mujeres felices, sino mujeres muy estresadas y asustadas.