Una de las mejores cosas de entrar a la es sentir que aún estamos en una estación de tren. Con su viejo vitral ‘art noveau’ en el techo del hall central, con la biblioteca puesta donde estaba la sala de espera de primera clase, o con su terraza a un paso de los rieles todavía útiles. En ella se activa la magia de esos lugares que han sufrido algún tipo de metamorfosis, pero que guardan cierta fisonomía de su pasado, en este caso el de la Estación de Desamparados.

Lo que resulta un cambio mucho menos grato para la Casa de la Literatura –por abrupto e inexplicable– ha sido la reciente salida de Milagros Saldarriaga como su directora, a puertas de cumplir 10 años de estupendo trabajo. ¿El motivo? El inicio de una nueva gestión en el Ministerio de Educación –cartera de la que depende este espacio–, que decidió dar por concluido el tan mentado “cargo de confianza”. Una medida que no exige más justificaciones que esa: si no tienes mi confianza, te vas. Pasó hace unas semanas, cuando se destituyó a la pianista Lydia Hung de la Universidad Nacional de Música para poner en su lugar a un biólogo. Bajo esa lógica, ¿quién podría ser el próximo encargado de tomar las riendas del refugio literario? ¿Un cirujano de experiencia? ¿Algún respetado ingeniero agrónomo?

Pues resulta absurdo que, bajo la excusa de los cargos de confianza, se prescinda de forma arbitraria de profesionales que cumplen roles impecables, justamente cuando estos no abundan. Y de Milagros Saldarriaga puede afirmarse eso: bajo su mando, la Casa de la Literatura se consolidó como un espacio de imprescindibles exposiciones –de Vallejo a Blanca Varela, de Luis Hernández a Watanabe–; de premios anuales que distinguieron a Carlos Germán Belli, Oswaldo Reynoso, Carmen Ollé, entre otras figuras; de congresos y seminarios, de muestras museográficas y recitales.

Y no solo hablamos de la literatura en su rigor académico. Quizás aún mejor es que Saldarriaga consiguió darle una vida fresca y entrañable a su casa: con su preciosa y amena sala infantil, con los programas de abuelos y abuelas cuentacuentos, con publicaciones gratuitas, trueques de libros y cuanta actividad permitiera que todo aquel que pasara por su fachada perdiera el miedo de entrar como si de algún recinto sacro se tratase. La Casa de la Literatura ha sido un lugar para la cultura siempre con las puertas abiertas –otra cosa que tampoco abunda–, y uno de sus secretos ha sido proteger el espíritu libre de aquellos que entraban a buscar un libro como quien pisaba el andén a punto de emprender un viaje. Hoy, más que nunca, el desafío es que esos espíritus no vuelvan a quedar irónicamente desamparados.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Carlos Fangacio Arakaki es subeditor de Luces