Así como las epidemias pueden acelerar reformas sanitarias benéficas, también pueden promover estrambóticas curaciones en quienes nos rodean. Para demostrar que no es un fenómeno moderno, voy a citar a Daniel Defoe, quien hace tres siglos escribió “Diario del año de la peste”, amparado en crónicas y testimonios de la epidemia que diezmó Londres entre 1665 y 1666.
Relata Defoe que por entonces muchos londinenses “se aprovisionaron de tal cantidad de píldoras, pociones y preservativos –como se los llamaba– que no solo desperdiciaban su dinero, sino que se envenenaban anticipadamente por miedo al veneno de la infección […]. Por otra parte, los frentes de las casas y las esquinas de las calles fueron pegoteados con afiches de doctores y anuncios de charlatanes ignorantes que se metían a médicos e invitaban a acudir a ellos por remedios que generalmente eran adornados con floripondios como estos: ‘Infalibles píldoras preventivas contra la peste’”.
Si cambiáramos “los frentes de las casas” por “muros de Facebook” y “la peste” por “el COVID-19”, Defoe habría descrito los testimonios de varios conocidos que últimamente he encontrado en las redes. No son pocos los que, por ejemplo, están bebiendo dióxido de cloro como un tratamiento preventivo. El CDS –o “suplemento mineral milagroso”, que es como muchos lo compran sin preocuparse de que el nombre ya suene a estafa– es una solución al 28% de clorito de sodio en agua destilada y, como es primo hermano de la lejía, muchas instituciones públicas han alertado sobre su consumo. A pesar de que Jim Humble, su descubridor –un antiguo buscador de oro–, vende la botella a 26 euros y ha dicho que piensa erradicar el 95% de las enfermedades, un amigo usuario me tranquiliza diciéndome que se lo está tomando según la dosis adecuada, y yo –que bebo agua de un purificador que, entre otras cosas, filtra el cloro que llega por el caño–, me quedo pasmado: ¿cómo es posible que gente inteligente me diga eso? Quizá el problema es que son demasiado inteligentes en el ámbito de su relato y, por lo tanto, ya se han anticipado a las críticas: ¿Se marean y les da náuseas? Es la reacción del cuerpo al limpiarse. ¿Los gremios científicos lo prohíben? Ya se sabe cómo las grandes farmacéuticas dominan el debate. ¿Qué estudios académicos leíste? Me baso en mi experiencia y en la de miles de otros testimonios.
Es decir, retórica que suena razonable, pero alejada del rigor del método científico.
En 1999, D. Dunning y J. Kruger hicieron público el famoso sesgo cognitivo que lleva sus apellidos, según el cual las personas con escaso conocimiento tienen un sentimiento ilusorio de superioridad sobre los especialistas en un tema específico. Quizá tal sea la condición de quienes hoy beben este compuesto derivado del cloro y, como jamás serán convencidos de hacerle caso a los científicos, lo mejor será discutir públicamente de qué manera empezamos a enseñarle a nuestros niños los fundamentos de la ciencia con profesores cautivadores, con microscopios en lugar de efigies religiosas y con gobernantes asesorados por científicos.
Que el relato de Defoe siga vigente es otro tipo de peste.
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