Muchos años antes de la primera noticia sobre el COVID-19 ya vivíamos pertrechados en casa. Fue una decisión casi inconsciente, empujados por la falta de seguridad. Quizás empezó con la multiplicación de las rejas para aislar fachadas y calles enteras. Luego, tecnologías más sofisticadas nos permitieron estar disponibles y seguros sin necesidad de cargar con el trámite que supone nuestra presencia: el celular, las redes sociales, las aplicaciones bancarias, el delivery. No faltó el profeta que vaticinó que aquello nos traería una profunda soledad, y vaya que –pandemia mediante– hoy todo eso nos resulta información obvia y releída.
Por supuesto, la emergencia sanitaria no hizo más que reforzar esa tendencia. Prótesis tecnológicas que hace un par de años algunos aún sentíamos lejanas, hoy se nos presentan de primera necesidad: desde las videoconferencias hasta las clases virtuales, nos hemos acostumbrado a dispositivos que unen a la vez que separan, que nos proponen dialogar liberados de todas las inquietantes características de la comunicación ordinaria: las emociones, los arrumacos, los silencios incómodos, incluso el mal aliento.
La vacuna, tan necesaria, gracias a nuestra cultura mesocrática también se ha transformado en un símbolo, una barrera aislante: a la tercera dosis, ya sentimos haber desarrollado un estuche protector que nos vuelve inviolables y civilizados. La inmunización, además de sus beneficios reales, supone también para las clases medias un fortalecimiento de sus ficciones domésticas: nos aferramos al hogar como cobijo frente a las inclemencias externas, las nuevas variantes del virus, proponiéndonos apuntalar nuestra idea de existencia confortable, como diseñó su casa de ladrillos el chanchito albañil de la fábula. Así de infantiles son nuestras supersticiones contemporáneas.
Claro que toda esa ilusión de tranquilidad clasista no es gratuita: aislarnos tiene un precio y se paga en incómodas cuotas de fobia y pánico. La aversión al contacto se normativiza y se desacredita toda práctica que implique cuerpos relacionándose a una distancia menor al metro y medio. Así, nos ofenderemos y juzgaremos con un índice inquisidor a cualquier irresponsable que haya celebrado el Año Nuevo poniendo sus miedos entre paréntesis.
Por supuesto que retomar los cuidados frente a un virus que despliega su tercera ola es una medida imprescindible. Pero un mal que exige también inmunización urgente tiene que ver con ese miedo tan propio de la clase media, ya tanto tiempo recluida desde antes que un virus importado llegara a transformar nuestras vidas.
Porque lo cierto es que, para muchos, estos dos años de confinamiento se pueden describir así: gente de clase media escondida y gente de clase baja llevándoles cosas. Y eso también es una tragedia.
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