No, no estoy planteando una campaña a lo Cecilia García (la excongresista que popularizó el lema “Chapa tu choro”). Estoy describiendo el ánimo que se calienta en la ciudadanía. El fin de semana estalló contra el acciopopulista Edwin Martínez. Este ya se había trenzado, meses atrás, en una pelea con alguien que lo insultó. Su sola presencia, en un evento el fin de semana, era una provocación.
No quiero ni revictimizar a Martínez ni pasarle la mano. Está investigado dentro de la ampliación del Caso ‘Los Niños’ y suele votar con ellos. Para los arequipeños que lo abuchearon, para usted y para mí, bien puede encarnar todo lo que no nos gusta de este Parlamento. Pero ¿por qué ahora hay una sensación de impotencia y desánimo cuando hablamos del Congreso? Antes lo odiábamos igual, pero no nos sentíamos tan desarmados frente a este poder del Estado.
La diferencia es que, desde que tenemos uso de razón, el Ejecutivo ha sabido representar, o al menos aprovechar, la desaprobación popular contra el Congreso. Para no retroceder mucho, vayamos al 2016, la fecha de inicio de nuestra crisis política prolongada. PPK enfrentó al Congreso y ello lo mantuvo vivo hasta que sucumbió en el 2018. Su sucesor, Martín Vizcarra, hizo del enfrentamiento con ese mismo Congreso su piedra de toque, el eje de su popularidad y hasta de su legitimidad. Llevó a tal punto el enfrentamiento que lo disolvió. Siguió guerreando contra el Congreso complementario hasta que fue vacado.
Francisco Sagasti estuvo apenas ocho meses, pero vivió ánimos de vacancia y se preparó para guerrear contra los mismos colegas que lo habían elegido de mala gana. Con Pedro Castillo el enfrentamiento de poderes coincidió, como si calzara, con la polarización de izquierdas y derechas. Valga el recuento para decir que el ciclo de Palacio versus Congreso ha acabado y quedan dos posibilidades. La primera, que por ahora descarto, es que Dina Boluarte dé batalla a los excesos contrarreformistas y apañadores de intereses turbios del Congreso, como muchos se lo reclaman. Pero no tiene ni la voluntad ni la legitimidad ni la energía para hacerlo. Si ella lo pretendiera, Alberto Otárola, su socio apabullante, le haría ver que en esa pelea morirían los dos.
La segunda posibilidad es la que lenta y torpemente se va gestando. Una oposición de la sociedad civil avalada por otros poderes contra los excesos congresales, buscando que la protesta callejera priorice ya no al Ejecutivo como su bestia negra, sino al Congreso. Pero la aprobación de Boluarte (12%) es tan cercana a la del Congreso (6%) y están tan asociadas desde el 7 de diciembre que el espíritu del “que se vayan todos” tiene más cuerpo que el de “chapa tu otorongo”.
El sueño de la oposición radical (y de los candidatos agazapados que se sienten listos) es que se devele un escándalo protagonizado por ambos poderes. Así de angurrientos estamos.