Estamos tan acostumbrados a vivir en una ciudad que mira al mar que no reparamos en el inmenso valor que esto tiene. La costa nos ofrece una mirada hacia el horizonte, nos da aire y la fascinante posibilidad de disfrutar de los placeres de la playa en épocas de calor asesino como esta.
Ahí están las playas del sur, el balneario de Ancón y las playas del norte, la Punta y, cómo no, la reina de la temporada, la magnífica Costa Verde. Como sabemos, esta última es una vía que funciona básicamente como una alternativa para que los automóviles atraviesen la ciudad de manera más rápida. Sin embargo, no podemos negar, que este espacio ha ido evolucionando hasta convertirse en la primera alternativa de miles de familias que bajan a refrescarse los días más calurosos del verano.
¿Pero qué encuentra ahí el limeño promedio que no tiene casa de playa? Lo que la Costa Verde les ofrece año tras año a esas madres, niños, jóvenes y adultos mayores es francamente patético: ahí donde se han hecho grandes malecones con farolitos y miradores, con amplios lugares para que se estacionen autos (me refiero a San Miguel y Magdalena), uno no se puede bañar en las playas porque el mar es muy bravo. El acceso vía puentes peatonales es fantástico (hay que decirlo) y el complejo funciona bastante bien para hacer deporte, pero, vamos, una piscina pública (las hay de las que se llenan con agua de mar) sería una forma más inteligente de aprovechar el espacio.
Luego viene el acantilado de San Isidro, que prácticamente no ofrece nada para el público de a pie: no hay malecones ni infraestructura deportiva, y los dos accesos peatonales, el de La Pera del Amor y el del Estadio Niño Héroe Manuel Bonilla (límite con Miraflores) son un amasijo de cemento y fierros que, fina cortesía de la ineficiencia de Villarán, no conducen a ninguna parte.
Miraflores tiene las mejores playas de piedras para surfear y si bien en este tramo se notan más esfuerzos, los problemas se repiten: de sus tres accesos peatonales, el del parque María Reiche nunca se concluyó (más cemento por las puras). No hay forma de acceder a las playas en bicicleta, y ahí luce esperpéntico e inútil el malecón de Castañeda, que no conduce a ninguna parte. No hay espacio para que los tablistas dejen sus equipos, ni suficientes tachos de basura para que los veraneantes arrojen sus desperdicios.
Barranco tiene buena parte de las playas más lindas, pero alcaldes anteriores se las regalaron a los restaurantes (sin comentarios); y Chorrillos ha sabido aprovechar el ensanchamiento del acantilado para ofrecer malecones, playas, estacionamientos y grandes esculturas de dudoso criterio estético, pero, francamente, eso es lo de menos. A algunos no les gustan los enamorados gigantes de Miyashiro, pero por lo menos no nos tapan el mar.
Si a eso le sumamos que, en lugar de un servicio de transporte público ordenado y constante, que acerque a los veraneantes a sus destinos y los deje en paraderos seguros, tenemos miles de taxis buscando pasajeros. Si contamos los escasísimos tachos de basura, los poquísimos servicios higiénicos y lugares para cambiarse, la ausencia de señales de tránsito y personal de control de playas, nos queda claro que la Costa Verde, ese regalo de Dios para que pasemos nuestro verano en el mar y no bajo el caño como Manolito de Mafalda, es el mayor desperdicio que tenemos los limeños frente a nuestros ojos. Y que año tras año disfrutamos como podemos, no como debemos.