No hay que ser ningún experto para percatarse de que los poderes ilegales han ganado terreno en el Perú. Una sociedad informal es proclive a la expansión de mafias delincuenciales. La gran intersección entre el mundo informal y el ilegal es la puerta a la infiltración de dichos actores antisistémicos. El impacto en la estructura social es inminente: parte de la clase media emergente –celebrada por el optimismo del Ministerio de Economía y Finanzas– se origina en capitales oscuros, decantándose como una ‘lumpen-burguesía’, como magistralmente la ha etiquetado Hugo Neira.
Si así es parte de la clase media, imagínese abajo: el tradicional capital social del mundo popular peruano (redes de migrantes solidarios) aparece hoy destruido por el creciente accionar de sicarios y narcotraficantes de a pie. Así, la principal organización vigente en esta sociedad civil pauperizada es el crimen organizado. Sindicatos que otrora representaban el clamor de la fuerza laboral se tornan hoy centros de extorsión; dirigencias populares que antaño reclamaban reivindicaciones sociales propias de las barriadas son copadas por traficantes de tierras. En la base de la estructura social del país, las redes sociales reales llevan una granada en la mano.
¿Cómo hacer política en zonas dominadas por bandas asesinas? ¿Qué sucede si una agrupación política busca movilizar electores entre los marginales? Somos testigos de un hecho lamentable e inédito en nuestra historia política: la organización criminal como sustituto partidario. Mientras más débiles los partidos, más dependientes se vuelven de reemplazos externos que les permitan resolver pragmáticamente sus problemas de acción colectiva. Por ello la instrumentalización de universidades, empresas e iglesias (por ejemplo, las evangélicas) como atajos orgánicos de partidos escuálidos. En casos extremos y perversos, las estructuras criminales fungen como ortopedia orgánica de proyectos políticos.
A diferencia de lo que acontece en contextos de partidos enraizados, donde hasta las organizaciones delincuenciales son cooptadas y controladas por dirigencias partidarias (como lo muestra Alberto Fohrig en el caso del conourbano bonaerense), en el Perú el crimen organizado puede desbordar la propuesta política. Las élites son incapaces de controlar el lumpen activo a nivel local (salvo excepciones, como lo explica con solvencia José Carlos Rojas sobre el caso del Callao) y los partidos son estructuras porosas al acecho del poder ilegal. ¿Ahora entiende por qué tanto narco en los padrones de militantes partidarios? ¿O por qué tanto mafioso de cuello blanco que se resiste a abandonar dirigencias partidarias?
La política moderna ha estado inevitablemente asociada al lumpen, particularmente entre aquellos políticos que movilizan a los estratos menos protegidos por el Estado. Lo novedoso es que el crimen organizado sea más poderoso que la estructura partidaria, al punto de ser empleado como ‘service’ político para la movilización de electores, para el acceso a territorios, para el financiamiento del proselitismo. Las campañas electorales –como la actual– son el mercado más deseado para el despliegue del crimen infiltrado en los partidos.
Los tiempos han cambiado, como bien señala mi colega boliviano Salvador Romero: los actores extrasistémicos ya no se enfrentan a la democracia y sabotean elecciones (como Sendero Luminoso), sino que utilizan las propias instituciones democráticas como canales para ganar incidencia y acumular poder. Esta no es una percepción, sino una advertencia de cómo se transforma la política poscolapso partidario.