En el transcurso de las dos últimas semanas se han conocido otros audios de César Hinostroza y Pedro Chávarry. (Foto: El Comercio/ Video: Canal N)
En el transcurso de las dos últimas semanas se han conocido otros audios de César Hinostroza y Pedro Chávarry. (Foto: El Comercio/ Video: Canal N)

La última víctima de audios propalados donde se evidencian actos de corrupción se llama Daryl Maguire. Él tuvo el buen tino de renunciar a liderar la bancada de la coalición oficialista poco después de que se hicieron públicos audios donde acordaba pagos (un eufemismo para aludir a sobornos) en un caso que lo relacionaba con una gran constructora china. Es cierto, al comienzo se rehusó a dar el paso al costado que la ciudadanía, los medios y la clase política le demandaban; pero finalmente lo dio, y renunció al alto cargo que ostentaba y ha ofrecido renunciar a otros una vez que se reanude la legislatura este 7 de agosto.

No es, como imaginarán, un caso local. Esto ocurre, paralelamente a nuestra crisis, en Australia. A diferencia de los actores locales, Maguire –un político hasta hace poco muy respetado– no sufrió mayores bloqueos para entender que los audios propalados hace tres semanas (donde se lo escucha acordar indebidas comisiones en el 2016) eran prueba suficiente para acabar con su carrera política.

En el Perú, en cambio, ni audios, ni fotos, ni testimonios, ni otras pruebas contundentes parecen ser suficientes para que los involucrados de turno en escándalos semejantes se decidan a renunciar, a dar un paso al costado y permitir que la justicia haga su trabajo, que el país y sus instituciones continúen su marcha, y que la ciudadanía sienta que las cosas, en general, funcionan.

No es pues, como muchos creen, un problema derivado de la magnitud de los escándalos; aquí, como en Australia o cualquier otro país, hay corruptelas y muchas veces, como vemos, se hacen públicas de diversas maneras. La diferencia es que en otras latitudes los pillados renuncian, sea por vergüenza, por estrategia política o por minimizar las penas judiciales, mientras que en nuestro país la renuncia no es puesta en discusión. Lo que marca esa diferencia no es entonces el tipo o tamaño de escándalo, sino un problema de cultura, de incentivos, o como prefieran llamarlo.

Destapado el escándalo, la ciudadanía se pregunta, como si fuese obvio, “¿por qué no renuncia?”, mientras la pregunta que se hacen los involucrados es “¿por qué renunciar?”. No es una cuestión de tipo moral para ellos, sino, al parecer, algo más elemental: un simple análisis costo-beneficio a sabiendas de que la historia y la estadística apuntan a que vale (y mucho) hacer el ejercicio práctico-matemático. El atrincheramiento ofrece en nuestro medio múltiples beneficios: acceso al poder, a recursos de todo tipo, servicios además pagados por los contribuyentes (abogados, operadores, otras redes, y otros), a una red de contactos y así.

En otras palabras, nuestra corrupción es extensa y estructural, entre otras cosas, porque la experiencia demuestra que el sistema de incentivos promueve el atrincheramiento; no tiene sentido renunciar y enfrentar a la justicia y la destrucción del capital social cuando la estadística de la relación ‘criminales probables/efectivamente penados’ favorece a los corruptos.

¿Qué diferencia hay, por ejemplo, entre los casos de los fiscales Chávarry y Ramos Heredia? Casi ninguna. Ambos mintieron, y no hay duda de ello: están consignadas sus declaraciones en medios públicos. A uno lo protege una red y al otro lo protegió otra. Pero en el fondo, son casos similares, y ninguno pensó en la renuncia como primera alternativa de acción.

¿Qué hacer para cambiar el sistema de incentivos? ¿Qué reforma promovería, finalmente, la renuncia y la protección de las instituciones antes que el atrincheramiento y la corrosión generalizada? Esas son las grandes preguntas.