Las decapitaciones como forma de tortura y técnica de asesinato no son exclusivas del Estado Islámico (EI), sino curiosamente tienen larga data en el mundo occidental.
Si nos remontamos unos siglos atrás en Occidente, la profesión de verdugo se heredaba de padres a hijos, cuyos matrimonios eran endogámicos (los jóvenes solo se podían casar entre los miembros de familias de verdugos). Ello producía un aislamiento social debido a que la “profesión” del verdugo se consideraba contaminante, sucia y temida, por lo que los verdugos y sus familias vivían en los extremos de los poblados. Luego, la muerte por decapitación se sofisticó con el uso de la guillotina alrededor de la Revolución francesa.
Un dato interesante es que la decapitación se consideró en Occidente como un “método humanitario” de ejecución, pues la muerte se producía instantáneamente y casi sin sufrimiento. En algunos países occidentales el decapitamiento como forma oficial de eliminar a un condenado a muerte recién se abolió en el siglo XX.
Evidentemente, los occidentales hemos olvidado esas formas de condena, pues el mundo moderno introdujo otras maneras “menos sucias” y de corte científico para eliminar a aquellas personas consideradas altamente peligrosas para la sociedad.
Por ello, los videos del EI propagados por las redes sociales nos producen terror. No solo porque se condena a muerte a periodistas o trabajadores humanitarios que encarnan el bien y que no son criminales ni personas de mal. Sino porque instauran una estética de la tortura espeluznante. Nos referimos a la imagen de un hombre cubierto totalmente de negro con un traje tipo militar (el verdugo) y al prisionero occidental de rodillas con apenas una túnica naranja que rememora a los trajes que Estados Unidos imponía a los prisioneros de las cárceles de la bahía de Guantánamo en Cuba.
Sin embargo, esta estética de la muerte convertida en un elemento de terror presenta a los condenados a muerte con las cabezas rapadas quitándoles sus rasgos faciales característicos y obligándolos a acusar a sus países de origen o potencias internacionales de su propia muerte. Parece espeluznante verse obligado a declarar algo que no se quiere decir antes de morir, pues representa una muerte previa a la muerte física. Es decir, se le quita al prisionero —por lo general, secuestrado varios años atrás y quién sabe sometido a qué formas de tortura— su voluntad, su capacidad de expresarse, de ser él mismo.
Me comentaba un amigo que no se atrevía a observar las decapitaciones en que se profana el cuerpo del condenado a muerte cercenándole la cabeza (primero desangrándolo con un cuchillo y luego cortándole los huesos del cuello). Por otro lado, las fotos previas a la decapitación que comentábamos (el verdugo hierático, de negro y con cuchillo en mano) y el prisionero rapado, de rodillas y de anaranjado, con un trasfondo desértico tienen una estética entre espeluznante y pacífica. Dándole vueltas al asunto, pensé que esos eran los momentos previos a la terminación de la tortura y la desesperación por el destino de la propia existencia.
Los medios de comunicación nos muestran hoy que a pesar de los avances civilizatorios podemos ser los mismos asesinos de hace siglos.