"Sus mundos distantes se reflejaban en el lenguaje diferenciado, pleno y exagerado que gestionaban". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Sus mundos distantes se reflejaban en el lenguaje diferenciado, pleno y exagerado que gestionaban". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Gustavo Rodríguez

El gringo B. había llegado desterrado de segundo grado a nuestro salón de primero: decían que no había conseguido aprender a leer. Era mucho más alto y tenía la suficiencia de quienes han sido engreídos en demasía, tanto así que, cuando leímos “Paco Yunque”, mi Grieve adoptó su cara. El gringo B. no contaba encontrarse entre esos párvulos con el cholo M. El cholo no era alto como el gringo, pero lo compensaba con el atarantamiento que otorgan las calles populosas. Cuando once años después terminamos el colegio, ambos ya eran personajes símbolo de mi clase y en los reencuentros no faltaba el recuerdo de sus anécdotas. Las del gringo B. pertenecían a los bacanes afortunados que conseguían sexo en las situaciones más insólitas –se hablaba incluso de una maestra muy guapa– y las del cholo M. narraban las jocosas peripecias de su vida de barrio y de su trabajo como concesionario de la única cafetería del aeropuerto. Sus mundos distantes se reflejaban en el lenguaje diferenciado, pleno y exagerado que gestionaban: mientras el gringo B. alardeaba de los piques en su carro desde los 12 años y nos hacía reír con unas proezas amatorias, el cholo M. nos deleitaba con apodos jocundos para los más lornas y con la ensalada de lapos que nos iría a dar si nos seguíamos burlando de él.

De esos reencuentros me alejé durante mucho tiempo. Creo que una parte mía se sentía estafada por los métodos que se sufrían en aquel entorno: los vejámenes y el memorismo se me antojaron cada vez más salvajes en la medida en que fui conociendo otras realidades.

Hace una semana, sin embargo, viajé a reencontrarme con mis compañeros: después de todo, no fuimos más que una cosecha de niños que el azar metió en la misma jaula. Los abrazos, sin esa testosterona adolescente, me parecieron más dulces y sabios, y el salón que alguna vez ocupamos se me antojó como un pequeño templo a la ingenuidad. Con esa alegre nostalgia enrumbamos luego a un restaurante campestre, donde la presencia de nuestras parejas le añadió amabilidad a las viejas atmósferas juergueras. Cuando la noche dominaba –y los whiskies nos dominaban a nosotros–, me las arreglé para jalar a mi grupo al gringo B. y al cholo M.

–¿Se acuerdan cuando ustedes se jodían cantando? Los presentes carcajearon cuando canturreé unas salsas que ambos habían adulterado para insultarse con gracia.

De pronto, el gringo B. mencionó cómo, cuando niños, el cholo M. había llegado a ser cruel con él.

–¿En serio, gringo? –se asombró el cholo M.

–Huevón, si de la nada me sacabas la mierda. El gringo B. le recordó un par de situaciones: lo hizo sin rencor, pero con la mirada airada.

El cholo M., usualmente chispeante, empezó a tartamudear. –Perdóname, gringo… no me acuerdo… ¡por favor, perdóname…!

Nadie jamás había visto llorar al cholo M. y nos contagiamos de sus lágrimas.

Al gringo B. también se le aguaron los ojos y, sin perder esa altivez que morirá con él, aceptó el abrazo. Dos cabezas ralas, tan distintas, tocándose como nunca antes.

Reclamo y perdón, pensé: cuánto sanaría nuestra sociedad si nuestras heridas recibieran estas dos medicinas.

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