Hace unos meses los peruanos entendimos que ningún cuestionamiento haría que Dina Boluarte renunciara a su cargo. Ella nos dejó claro que, si el Congreso quería sacarla, tendría que hacerlo mediante mecanismos legales.
Hoy, asistimos a un escenario similar dentro del propio Congreso, encarnado por Alejandro Soto, cuyo nombre se ha visto empañado por denuncias y señalamientos éticos. Soto se aferra al puesto con la justificación de la presunción de inocencia, subrayando su apego a los aspectos legales. No obstante, en el Congreso –un espacio inherentemente político– una defensa legal no tiene validez.
Sería bueno que quienes defienden a Soto dejen de hacerlo también en términos legales (eso dejémoslo a sus abogados) y que evalúen el costo político de defender a un personaje tan cuestionado. Una defensa legal de Soto desde el Congreso de todos modos se interpreta como una respuesta política. El mensaje que los peruanos recibimos es que todo se reduce a una cuestión de votos. Si no hay los votos suficientes para censurar a Soto, nada más importa. Se quedará en el cargo. Incluso cuando los ciudadanos hemos tenido acceso a evidencia sustancial, como chats, expedientes y fotos, los aliados de Soto pretenden que esta información nos sea irrelevante hasta que un juez emita una sentencia condenatoria.
Aquí es donde surgen dilemas: ¿qué se considera lo suficientemente grave y, sobre todo, para quién? Todas las acusaciones de corrupción en contra de Pedro Castillo (previas a su intento de autogolpe) bastaron para que parte del Congreso se convenciera de que era necesario sacarlo del cargo. Pero ¿cómo cambia la perspectiva cuando el cuestionado no es un adversario ideológico? En teoría, los mismos principios deberían aplicar.
Los ciudadanos no podemos juzgar a nuestras autoridades solo en función de sus principios ideológicos. Ellas tampoco pueden basarse únicamente en estos para forjar acuerdos. Este asunto trasciende doctrinas. Se trata del mensaje que se está transmitiendo a los peruanos desde las esferas más altas del poder: que está bien mentir y torcer las normas si existe el respaldo suficiente para salirse con la suya.
¿Cómo puede el Congreso recobrar un mínimo de respeto y confianza ciudadana al respaldar ciegamente a alguien como Soto? ¿Cómo puede Soto convencernos de su compromiso con el pueblo cuando cada día nos queda más claro que su interés es propio, estrecho y egoísta?
Cuando Soto fue elegido presidente, no teníamos la información que hoy tenemos sobre él. Imagino que lo mismo se aplica para muchos congresistas que lo eligieron. A ellos les digo: está bien cambiar de parecer cuando obtenemos nueva información. No hay acuerdo que justifique defender a alguien con un compás moral averiado. Es momento de que reconsideren esa defensa. Si no lo hacen, el costo político será muy alto.