La escena me conmovió. Entre los artesanos que anualmente asisten a la feria Ruraq Maki, organizada por el Ministerio de Cultura, un día encontré las piezas de Rosalía Tineo Torres, proveniente de Ayacucho. La pieza de barro era simple y a la vez profundamente triste: una anciana, aparentemente ciega, estiraba la mano pidiendo limosna o buscando a alguien en el aire. A su alrededor descansaba una jauría de perros. Un grupo de animalitos sin ninguna expresión fiera. Al contrario, las piezas de cerámica daban cuenta de la indefensión de los más débiles.
Por supuesto, le pregunté a Rosalía qué significaba la escena forjada con sus manos: “En la época de la violencia terrorista, en los pueblos más azotados los primeros en desaparecer eran los hombres jóvenes. O los mataba Sendero o los mataban los militares. Después se iban las mujeres con sus hijos, huyendo del terror o raptadas por algún grupo. A los ancianos nadie los quería. Era normal encontrar comunidades totalmente abandonadas donde a veces solo quedaba una anciana rodeada de los perros del lugar”. Me quedé muda. Imposible imaginar una imagen más cruel. Imposible transmitir tanto dolor. Pero Rosalía Tineo, artesana premiada por su tradición alfarera por el Ministerio de Cultura, lo había conseguido. De sus manos había salido una figura que lograba interpelarnos y agarrarnos a gritos sobre el horror de la violencia con mucho más fuerza que cualquier parte policial.
Como Rosalía y sus piezas de barro, hay cientos de artesanos que a través de sus trabajos trataron de conjurar el horror de la violencia. Trataron de dejar huella sobre un capítulo de nuestra historia que no podíamos ver, no queríamos saber. Los retablos de Jesús Urbano se llenaron de sangre, las tablas de Sarhua de Primitivo Evanán fueron un vehículo de denuncia de la masacre que sufría su pueblo, los Medina en Cochas dejaron registrados en sus mates burilados la verdadera historia de la captura de ‘Feliciano’, en las iglesias de la cerámica de Quinua empezaron a aparecer francotiradores, en la piedra de Huamanga, blanca como la inocencia, quedaron plasmadas las huellas de la barbarie.
La necesidad de reflexionar a través del arte y la cultura sobre los horrores de la humanidad no solo es una antigua tradición, sino que es una necesidad. Es la manera más civilizada y alturada de sacarse el odio, la pena y el terror de encima para transformarlo en algo bello. Y es en esa misma línea que está la magnífica obra de teatro “La cautiva”, a la que el procurador del Estado Julio Galindo pretende denunciar por apología del terrorismo.
Y la verdad que más allá de que esta investigación busque levantar una cortina de humo o venga de la falta total de criterio de ciertas autoridades, el solo hecho de que seamos incapaces de entender que puede haber mucho más violencia en 140 caracteres del Twitter que en una sala de teatro nos pone más cerca de un fusil. Nos impide procesar una historia plagada de pena que nos está destruyendo. Que nos está dejando más desamparados que a esa anciana ciega rodeada de perros en un pueblo perdido de Ayacucho.