Espero me deje usted compartir tres conclusiones a las que llegué este último año y que están haciendo de mí una persona menos amargada.
Asumiendo que me otorgó su venia, empezaré con la más sencilla de practicar: estire sus músculos.
¿Ha visto cómo los perros se estiran largamente luego de haber dormido? Lo que ellos hacen por instinto nosotros lo obviamos por negligencia. La notificación le llegó a mi cuerpo en abril. Después de años de trotar y de ir al gimnasio sin problemas, empecé a sufrir un terrible dolor en la espalda. Luego de muchas pesquisas, una amable fisioterapista me mostró que mi columna estaba desdibujada por un enredo de músculos petrificados desde mis tobillos hasta mis hombros. Nunca los había estirado ni antes ni después del esfuerzo. ¿Yoga? Ni por asomo. Lo que quería era tonicidad y lo elástico era para mí lo contrario. La ignorancia me costó mucho y espero que usted no la reaplique. Algo más: no vea televisión en la cama ni se pase el día apoyado entre almohadas. Búsquese una silla cómoda y evitará en el futuro los tormentos que sigo sufriendo hasta hoy.
Mi siguiente aprendizaje es este: sienta envidia, pero luego recapacite. Es natural ver que un colega reciba más aplausos que uno y sentir de inmediato que se enciende un carboncillo en el pecho. Lo que no debe ocurrir es que ese primer impulso se asiente en forma de envidia venenosa. Hubo una época en la que dejaba que la brasa ardiera más tiempo del adecuado, y aquello me hacía mal. Este año terminé de aprender –o eso quiero creer, pues no olvidemos que las recaídas son tan humanas como la envidia– que la mayoría de quienes nos causan estos celos han pasado por tormentos y pruebas que ignoramos y que aplaudirlos en su momento de gloria es una forma de darnos esperanza y de renovar la psique en nuestro proceso creativo. Por lo tanto, a mis colegas que este año han publicado cuentos, novelas y artículos estupendos: mis felicitaciones.
Más se gana tratando de imitarlos en su esfuerzo que poniéndoles granadas en el camino.
A fuerza de ser calificado de un peligro para los lectores diabéticos, compartiré mi tercera conclusión: diga más “te quiero”. No sé en qué maldito momento se tornó de mal gusto expresar nuestro cariño y malentendimos que debíamos esperar a estar borrachos para hacerlo. Qué estupidez. Si alguien ha hecho algo bueno ante sus ojos, si las palabras de alguien fueron oportunas, si esa persona fue amable cuando no lo esperaba..., agradézcaselo con calidez. Dígale a la cajera lo servicial que le pareció. Deséele al taxista un buen día. Dígale a ese amigo, compañero o hermano que su cercanía le parece valiosa y no espere a que interprete las señales. Si dijéramos más veces “te quiero”, terminaríamos diciendo menos veces “qué joda”.
Eso es. No le deseo un feliz Año Nuevo, pues siempre me ha parecido raro hacerle fiestas a un punto aleatorio de la órbita terrestre. Le deseo una mejor vida: sin dolores de espalda, sin mucha envidia incubada y con más gente contenta de estar a su lado.
Le deseo, en suma, lo mismo que estoy tratando de obtener para mí.
P.S.: Este fue mi último artículo en este espacio. Agradezco mucho a El Comercio por la oportunidad que me fue otorgada y a los lectores que aquí me buscaron.