No le había prestado mucha atención a la función “Recuerdos” de Facebook. Sabía que estaba allí, como una aplicada máquina conmemorativa de efemérides del tipo “qué pasó un día como hoy hace equis años”. Pero desde hace unas semanas, quizá movido por un arranque de curiosidad nostálgica, empecé el ejercicio de revisar la sección cada mañana.
¿Qué me encontré allí? Que hace nueve años me reunía con un grupo de amigos cinéfilos para coordinar la publicación de una revista de cine (¡qué difícil es pensar en una revista impresa ahora!); o que hace seis años estaba en Ayacucho, maravillado por sus paisajes; y que, también en el 2017, a estas alturas del año, las posibilidades de que Perú clasificara al Mundial de Rusia pasaban de ser una ilusión imposible a una muy cercana realidad.
El resto de recuerdos que me arroja Facebook son detalles casi anecdóticos, publicaciones sin importancia, en la línea de mi uso superficial y esporádico de las redes sociales. Pero me imagino –y aquí viene lo más interesante de analizar– que a muchas personas les brotará de vez en cuando el recuerdo de un familiar ya fallecido, la foto indeseable de una expareja o algún texto publicado por impulso que ahora los pueda avergonzar.
Es verdad que Facebook puede servir como un viejo álbum fotográfico, pero tiene sus ventajas. Sus fotos no corren el riesgo de acabar destruidas en un incendio o una inundación. Por otra parte, en cambio, son recuerdos que acaban supeditados a los caprichos y habilidades algorítmicas de Meta, la poderosa empresa de Mark Zuckerberg. Porque, si la memoria es siempre individual, imposible de generalizar, estas metamemorias parecen listas para ser moldeadas a gusto de alguien más. Recuperadas de nuestro hipocampo y reinsertadas según alguna necesidad o interés particular.
Es cierto también que, en un gesto de sana tranquilidad para nuestra salud mental, los “Recuerdos” de Facebook son una función que el usuario puede desactivar; es decir, mediante un par de clics, renunciar al recuerdo si la melancolía no es lo suyo. Sin embargo, ¿cuántas personas serán realmente conscientes de esta posibilidad, y cuántas otras se animarán a bloquear la irrupción de su pasado por voluntad propia?
Hace poco veía un cortometraje que recomiendo mucho: “A Short Story”, del cineasta chino Bi Gan. En su narrativa surrealista, uno de los personajes es una mujer que come unos “fideos pierdememoria” para intentar desaparecer de su mente un amor del pasado. Me pregunto si, con el bombardeo de data, sobreinformación y recuerdos impuestos en el que hoy vivimos, no llegaremos pronto a un punto similar. Uno en el que nuestra posesión más preciada será aquella que, justamente, no poseeremos: el más oscuro y contundente olvido.