En este momento se desarrolla en nuestro país la COP 20, la convención ambiental más grande y más importante del mundo. A esta cita asisten prácticamente todos los estados del planeta con el fin de plantear estrategias para solucionar un problema que nos está matando: el cambio climático. Por medio de estas estrategias buscarán impedir que el planeta se siga calentando para que los glaciares no se derritan, los campos no se sequen, los peces no se mueran, los bosques no se asfixien, las islas no se inunden, los huracanes no nos arrastren, los seres humanos no nos muramos de calor, de sed, de estupidez.
El planeta está con fiebre y su temperatura hoy se encuentra a 0,8 °C por encima de los niveles que tenía en la era preindustrial. Esto quiere decir que, desde que los seres humanos desarrollamos grandes industrias y empezamos a explotar, para bien de la humanidad, los recursos que nos rodean, hemos estado también afectando al planeta. Eso, en principio, no tendría nada de malo si las consecuencias fueran manejables, si el costo-beneficio fuera positivo. Pero el aumento vertiginoso de la población, la necesidad de alimentar a cada vez más personas y la obsesión de producir cada vez más riqueza están destruyéndonos lentamente. Si seguimos a este ritmo, se calcula que a finales de este siglo (si usted tiene más de 30 años estamos hablando del planeta que heredarán sus nietos) la fiebre podría subir a 4 grados y habremos cumplido con el penoso papel de destruir el hogar de nuestros descendientes.
Por eso, los estados presentes en la COP tienen que alcanzar acuerdos para que cuando lleguemos al 2100 el planeta no se caliente a más de 2 °C, que es algo así como una fiebre que nos permitirá vivir con malestar sin que nos achicharremos todos. La meta no parece muy ambiciosa, pero, para alcanzarla, hay que trabajar duro y lograr que al año 2050 las emisiones mundiales de CO2 se reduzcan al 50% del nivel en el que se encontraban en 1990 (actualmente están 15 % por encima de ese nivel).
Y acá es donde arranca la discusión: ¿les echamos la culpa a China y Estados Unidos por ser los países más contaminantes? ¿Miramos con recelo a los europeos que ya lo contaminaron todo y ahora se las dan de ecológicos? ¿Nos escudamos en nuestra condición de economías emergentes para explotar nuestros recursos como nos da la gana? El problema es global y por primera vez se le exige a la humanidad remediar un desastre en el que todos somos responsables. Resulta fácil culpar a China de su desmedida industrialización si somos los primeros en venderle la materia prima para sus producciones, y los más entusiastas en comprarles sus productos mal hechos y baratos. Resulta hipócrita pedirle a América que preserve sus bosques, pero luego silbar mirando a otra parte cuando se pide ayuda para luchar contra el narcotráfico, uno de los mayores devastadores de nuestra riqueza forestal. Resulta naif, estúpido, casi iluso pedirles a los gobiernos que resuelvan el tema cuando cada uno de nosotros está inmerso en una vorágine consumista que nos obliga a cambiar de iPhone cada seis meses, comprarnos ropa de usar y botar, llenar de juguetes inútiles el cuarto de nuestros hijos, usar camionetas 4x4 para ir a la esquina.
El planeta está enfermo y hoy en la COP los líderes de distintos estados trabajan como una junta de médicos para encontrar soluciones. Esperemos que ellos hagan su parte. Nosotros hagamos la nuestra.