Estudiar en un colegio nacional en los años 90 aún estaba ligado a la marcialidad (no sé si será así ahora). Corte militar, uniforme impecable, zapatos bien lustrados. Y a marchar en los desfiles si tu estatura era superior a la media. Yo odiaba marchar, pero algunos 29 me quedaba viendo la quizá tratando de aprender algo de la técnica, del porte. Lo que veía en los desfiles escolares, en cambio, poco tenía que ver con la fuerza y el temple: eran, sobre todo, niños y adolescentes mal desayunados, al borde del desmayo.

También recuerdo de los 29 la ausencia de dibujos animados en la televisión. ¿Por qué todos los canales tenían la misma transmisión? ¿No bastaba con uno? Aún sin Internet, sin ‘smartphones’, con los amigos del barrio a veces de viaje, la única opción era aburrirse con “Los peruanos pasan” de fondo, ‘soundtrack’ oficial de estas fechas. Un, dos, un, dos.

Solo una vez en toda mi infancia acudí ‘in situ’ a la Gran Parada Cívico-Militar. No recuerdo cómo ni por qué, mi memoria es más bien impresionista: muchos puestos de comida, tropas por aquí y por allá, gente peleándose por los sitios en los estrados. También presencié un robo. Una señora decía que le habían quitado la cartera y yo me preguntaba cómo podía ocurrir eso con tantas fuerzas del orden en un mismo lugar. Ladrón muy avezado o policías y soldados muy distraídos en llevar bien el traje para salir bien en las fotos. Qué sé yo.

Ya mayor, me ha tocado seguir el desfile por cuestiones laborales. Trabajar feriados no es novedad en este oficio, y aun así siempre pesa soplarse por horas el paso de regimientos, las incidencias del protocolo, el acontecimiento anecdótico. He visto presidentes abucheados, congresistas robando asientos, escuadrones enteros descoordinando a última hora. Recuerdo en particular los comentarios por televisión de un general del Ejército con vocación de payaso, que se proponía darle el “toque de color” a la transmisión, aunque esto significara una seguidilla de bromas impertinentes. El tipo está preso ahora. No por eso (aunque quizá lo merecería), sino por robar gasolina.

Escribo esto un 28 de julio, minutos después de pasar por la avenida Brasil cubierta de toldos rojiblancos, en plenos preparativos. Escribo un 28 de julio, cumpleaños de Rita, mi perra, que marcha a mi lado por esta avenida bloqueada, a paso firme pero desentendida del entusiasmo por esta fiesta ya algo anacrónica. Hace ocho años que los 28 y 29 no son de mensajes presidenciales ni de desfiles militares. Los 28 y 29 son de Rita. Mi patria es ella.



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Juan Carlos Fangacio Arakaki es subeditor de Luces