La permanente cola para entrar, el camino a paso procesional por los pasadizos, la pausa en algún auditorio al que llegamos por casualidad o verdadero interés. El señor de Alfa y Omega que te regala su libro sobre cómo la telepatía te acerca a Dios. Sortear a los niños que quieren tomarse la foto con Thor. Familias amontonadas para posar para la foto dentro de la rosada caja de la Barbie. La sirena de los bomberos interrumpiendo la reflexión del escritor en escena. Los llamados para alertar de niños perdidos. La sesión de firmas, el escritor de éxito arrollado por la multitud y el colega abandonado en un rincón maldiciendo su suerte. Mi hijo demora en escoger un manga entre la enorme oferta. Sabe que puede descargárselo en casa, pero también ama la fragancia del papel nuevo. Y allá afuera, en el patio de comidas, con suerte encontraremos una banca, aire fresco, un churro, una hamburguesa, una cerveza y una conversación animada.
Reviso el Facebook. Una amiga escritora reclama que, nunca como ahora, la Feria del Libro resulte menos literaria. Está harta de los superhéroes, de los cosplayers, de los zombis a la carga. Y toda la red responde monocorde: sí, es terrible. A dónde vamos a llegar. En ese contexto de tránsito acelerado, aparecen insistentes las imágenes de lo viejo y de lo nuevo, de nuestra dificultad de adaptación, del peso de la herencia cultural y las rigideces de la tradición literaria.
Aunque sus sentidos y simbologías resulten muy diferentes, quizás en el imaginario del público que acude a la Feria del Libro, transitar bajo su carpa sea lo más cercano a la obligatoria tradición familiar, ligada a las Fiestas Patrias, de recorrer otro espacio de conglomeración y consumo como era la recordada Feria del Hogar. Y, puestos a pensar, no es gratuito que mientras una languidecía a finales de los 90, la otra había empezado a consolidarse. Incluso ocupó sus instalaciones en la Avenida La Marina algunas temporadas, antes de venderse el terreno para la construcción de tiendas ancla y edificios multifamiliares.
Las ferias son espacios sociales imprescindibles. Una excusa para que las familias se distraigan de la rutina doméstica y los feriantes consigan algunos ingresos. Por eso, sea ganadera, tecnológica o librera, un requisito de cualquier feria es su banalidad: ningún escritor debería acudir esperando salvar al mundo o transformar conciencias. Ya es bastante pedir a una feria que nos salve la tarde, mirando a nuestros hijos leyendo sus mangas favoritos. Por eso, cuando me invitan a una feria del libro, prefiero ir con las manos en los bolsillos y alguna ocurrencia preparada, listo para entretener sin aburrir, dispuesto a contar alguna historia que pueda salvarnos del lugar común. Y sin esperar más.