Murió una parte del país en la que habité por 14 años (primero en jirón Camaná, luego en su local de la Plaza de Armas, fisgoneando a Palacio de Gobierno); se fue una forma de analizar la patria en caliente, de indignarse por ella, de desenmascarar a los poderosos. Eso de que “Caretas” se bautizó así porque tomó de la argentina “Caras y Caretas” el ánimo de arrancar máscaras, no es pura trivia: Enrique Zileri lo perfeccionó y lo elevó al rango de filosofía.
Me tomó unas temporadas aprender esa filosofía y adaptarla a mi libre albedrío, porque la escuela de “Caretas”, bajo el mando de Enrique, era libérrima. Sobre todo, para alguien que no había estudiado periodismo, como la gran mayoría de colegas que nos formamos allí hasta el 2000. Autodidactas como el propio Zileri, que tenía los ingredientes necesarios para ser el gran desenmascarador del país: experiencia de publicista, creativo por naturaleza, emprendedor de la comunicación, amigo y respetuoso de la cultura, sibarita sin ser esnob, fanático de la política en democracia y con equilibrio de poderes.
Esto último era lo fundamental, pues daba un fin último a la investigación, a la duda y a la malicia metódicas, a la furia e ironía punzantes. Desenmascaró a Velasco y a Fujimori más temprano y con más agudeza que nadie. Receló de Toledo como lo había hecho de Prado y, aunque le achacan que fue muy amigo e indulgente con García, vaya que le dedicó tremendos jalones de oreja editoriales. Uno de ellos, notable, ocurrió cuando Alan fue insidioso con el gobierno de transición que le permitió volver. ¡Ah, esa corta temporada se vivió en la “Caretas” de Zileri como una primavera democrática! Si Enrique simpatizó con un gobernante –se lo oí decir más de una vez–, fue con Fernando Belaunde. Y, claro, con Paniagua el breve.
Y ya que invoco a esos grandes personajes y sus respectivas máscaras, Enrique fue otro, y de polendas. Pero a él sí era frecuente verlo sin careta. Él mismo se la arrancaba en sus legendarias bravatas. Se oían en todo el edificio. Incluían tronadora percusión sobre la mesa y repetición de estribillos en voz baja, a manera de ‘fades’ hacia la grita y la carajeada destemplada. Eran una versión política de las rutinas cómicas de la ‘santa paciencia’ de Álex Valle. Y subrayo ‘política’, porque toda esa parafernalia emotiva era, en realidad, un calentamiento profesional.
El periodismo es –según lección no escrita pero actuada por Zileri– un ejercicio de la indignación, de dejar fluir la bilis ciudadana a la hora de pensar en lo que vas a escribir, pero no necesariamente a la hora de editar y, menos, de investigar. Para enfriar la rabia, el humor era la mejor arma y Enrique tenía chispa. Muchas portadas las concibía como un cómico concibe un ‘gag’.
Zileri reunió las tres dimensiones de la comunicación masiva: fue un dueño que dirigió un medio y un director que escribió muy bien (oraciones insubordinadas y párrafos brevísimos, rematando en el ‘punchline’ político). Fue caótico en lo primero, pero, quizá, gracias a eso, brilló el periodista que supo acompañar el gran relato del Perú, descifrando intrigas y ‘plot points’.
Mis sentidas condolencias a sus hijos Marco, Diana, Drusila, Sebastián y Doménica, y a mis colegas de “Caretas”.