Un importante personaje sin anticuchos me dijo de otro que sí los tiene: “Si hoy se pudieran hacer golpes de Estado, este haría uno”. Repliqué con una sonrisa al humor negro de mi ilustre amigo.
Tiene razón, pues. El miedo de un político procesado, que se cree con prerrogativas sobre la ley y la inversión pública, a que sus anticuchos se conviertan en una sólida acusación que lo lleve a la cárcel es tal que su talento para la política se convierte en un talento para desestabilizar. Sobre todo cuando no es el único que tiene rabo de paja o palo de anticuchos, que es lo mismo.
Ya no hay condiciones para un golpe, pues la corrupción del nuevo milenio es básicamente de APP (asociación público-privada) y no está ligada a las FF.AA., como lo estaba durante el fujimorismo. Pero hay congresistas, redes, medios, jueces, fiscales y poderes locales que pueden contribuir, voluntaria e involuntariamente, a generar una coyuntura que no sea golpista, sino una transición larga y complicada hacia un nuevo gobierno que licúe sus faltas o, simplemente, que les dé tiempo para taparlas o negociarlas.
Mucha gente de varios bandos con problemas acumula una inestabilidad que podría acercarnos a una crisis terminal de gobierno, más que un solo escándalo. Por eso, es fundamental diferenciar el orden de los anticuchos. Estigmatizar a todos por igual es provocar una suma insoportable de réplicas desestabilizadoras.
Al grano. No se puede tratar a los que recibieron aportes de campaña de Odebrecht y de otras fuentes irregulares de la misma forma que a los sobornados. El fujimorismo tiene más que responder por tanto congresista pillo que hace de las suyas que por los millones que recibió en campaña.
Tampoco es lo mismo perseguir a congresistas por cobros de sueldo o informes irregulares, por peccata minuta y peculado de uso, que por cohecho y colusión, o sea, corrupción pura y dura. Lo primero puede hasta explicarse por una actitud relajada y desprevenida lindante con la venalidad; lo segundo es maldad que hay que castigar con severidad e inhabilitación. ¿O acaso les parece más importante perseguir a un otorongo por sus viáticos que por sus coimas para conseguir una obra pública, o peor aún, para pergeñar una ley?
Así como nos interesa, más que el dinero de la reparación de Odebrecht, la verdad sobre los corruptos locales, también nos tiene que interesar, más que el monto de un viático, la corrosiva gravedad de una coima. No son lo mismo las denuncias contra un Vieira o un Becerril que las de los gastos de representación de Beteta o Castro, pues. La tentación del viático y el cobro de más se puede resolver con una reforma administrativa que simplifique la labor pública; lo otro es el mal que tenemos que combatir sin darles a los malvados el subterfugio de gritar “todos son corruptos”, y pasar piola.