Recuerdo que hace muchos años, en un curso de psicolingüística, el profesor Marcos Herrera dijo una frase que se me quedó grabada para siempre: “Nos sorprendemos cuando la gente no logra comunicarse, no logra entenderse, cuando en realidad deberíamos sorprendernos cuando sí lo logra. Cuando la comunicación resulta efectiva”. Herrera, si mi memoria no falla, partía de la premisa de que en un diálogo entre dos personas entran en juego tantas variables (la edad, el sexo, la cultura, la manera de ver el mundo, las creencias, el conocimiento que se tenga de la materia de la conversación, los prejuicios, etcétera) que, al momento de intentar comunicarnos, el hecho de hablar el mismo idioma no asegura nada. No es garantía de nada, pues todo lo que somos y sabemos en ese instante va a jugar un rol importante en la interpretación de las palabras del otro.
Hay, sin embargo, ciertas variables que me parecen más contaminantes que otras: las ideologías políticas, las creencias religiosas, los prejuicios, las miradas absolutamente reduccionistas sobre la realidad suelen funcionar como petardos en los intentos de comunicarnos. Como baches insalvables que no solo entorpecen el diálogo o el intercambio de ideas, sino que lo hacen imposible. En las redes sociales en que los individuos suelen escudarse tras la pantalla de la computadora y actuar de manera más “libre” el asunto se vuelve evidente: como periodista nunca he recibido más insultos irracionales ni más ataques personales que cuando se me ha ocurrido criticar algún aspecto relacionado con la religión. Basta ver con qué inmadurez, chabacanería y pobreza debaten en Twitter algunos ministros de Estado y congresistas para constatar que cuando se trata de ideologías políticas el asunto no mejora. Y si el tema tiene que ver con la sexualidad o con la defensa de la mujer, son los prejuicios los que estallan como granadas en medio de cualquier intento de comprensión.
Y es frustrante porque eso refleja algo mucho más complicado que la intolerancia. Eso refleja que así como se han multiplicado los medios para interactuar y relacionarnos, se están poniendo de manifiesto nuestras barreras para lograr acuerdos. Están levantándose como pilares inamovibles todos aquellos rasgos extremos y fanáticos que vuelven ciegos y sordos a los seres humanos. Que bloquean sus sentidos y no les permite escuchar al otro, intentar comprender lo que dice el otro, respetar esa otra mirada del mundo que no tenemos por qué compartir, pero que haríamos bien en respetar.
Sin ningún ánimo de banalizar la magnitud de la tragedia ni la ferocidad del ataque, la muerte de los caricaturistas y de los policías ayer en París, asesinados por atreverse a reírse de eso que otros consideran intocable, me hizo pensar que nos estamos convirtiendo en una sociedad de seres humanos que ya no están dispuestos a escucharse. A respetarse. Que cada día interactúan más y se relacionan menos.
Nunca antes el mundo tuvo acceso a tanta información, nunca antes resultó tan fácil observar cómo viven los otros, en qué piensan. Nunca antes se nos ofrecieron tantas herramientas para intercambiar puntos de vista, debatir, confrontar nuestras visiones del mundo. Sin embargo, nunca antes nos habíamos odiado tanto.