En mis otras cuarenta y tres vidas he sido, entre otras cosas, un escriba persa, un secuoya californiano y un pescador malayo, pero vaya uno a saber por qué en esta me tocó ser una cucaracha. Una cucaracha comestible de criadero, valga la aclaración, por si este dato tranquiliza a los entomofóbicos. Fui cocinada, pero aún me queda algo de conciencia. Una luz pertinaz me deslumbra y unos gritos iracundos me recuerdan a cierto coliseo romano en el que tuve una de mis muertes: son unos jóvenes que le rugen “¡tú puedes, tú puedes!” a una chiquita de azul que me acaba de pinchar con su tenedor.
Desde aquí puedo distinguir a los dos conductores del programa de televisión. Son dos muchachos simpáticos, debo decirlo. Los he visto hablar antes con la productora y no noto en este trío el delirio que sí noté en Laura Bozzo cuando fui su perro faldero en México –¿cuándo me tocará ser sultán, digo yo?–. Sin embargo, algo sí los hermana con ella y con todos quienes terminan absorbidos por la televisión comercial: la competencia exacerbada por el ráting. No tengo razones para dudar de que los responsables de este programa –en los micrófonos leo “El último pasajero”– sean inteligentes y creativos. He llegado a escuchar, de pasada entre el gentío, que este programa alguna vez fue premiado como el mejor de la televisión por la Asociación de Anunciantes. Pero si algo he aprendido en mis vidas es que basta con juntar a personas inteligentes y bienintencionadas en una cruda competencia diaria para que tarde o temprano sus decisiones empiecen a lindar con lo reprobable.
Quiero dejar constancia de que no pienso así por ser la parte más interesada en este asunto. No hay nada malo en que haya gente que coma cucarachas, así como no hay nada repudiable en que los peruanos coman roedores que en otras culturas son consideradas lindas mascotas de habitación. Lo malo es el abuso, la simbología del acto y el mensaje que se graba en una sociedad en solo unos segundos. “La muchacha consintió competir” dirán algunos, como ocurre en esos estrafalarios shows japoneses. Por supuesto. Pero se trata de una menor de edad que está formando su personalidad y que se ve atrapada entre la fascinación de aparecer en un programa de televisión y el horror de no estar a la altura de la supuesta amistad que le profesa su grupo de pertenencia. Hace un par de días hubo otra muchachita, llorosa ella, a la que pusieron en el trance de raparse el pelo al estilo de Ronaldo mientras sus compañeros rugían para que aceptara. El programa, entonces, no debería promocionarse como aquel que recompensa con Cancún al salón que mejor compite, sino como el que premia a quienes están dispuestos a humillarse en público. ¿Qué puede seguir bajo esta premisa? ¿Ser una trabajadora que aguanta insinuaciones en la oficina a cambio de un futuro brillante? ¿Una esposa que acepta afrentas porque la dignidad personal debe supeditarse a una familia unida? Vamos, el programa empezó bien, ¡no dejen que se desborde! ¡Salvemos a las cucarachas!
Y claro, a los chicos.
En fin, pronto ya no será mi problema. La chiquilla ya me metió en su boca. En un rato estaré en sus intestinos, rodeado de esa materia que siempre contamina a la televisión sin autocrítica.