(Composición: El Comercio)
(Composición: El Comercio)
Patricia del Río

El turco Mehmet II, séptimo sultán de los otomanos, nació en 1432 y tenía poquísimas posibilidades de convertirse en el heredero al trono. Era el tercer hijo varón de Murat II, y la preferencia recaía sobre sus hermanos mayores. Para suerte de Mehmet, el primogénito falleció por causas naturales y al segundo, convenientemente, lo ahorcaron. Mehmet se convirtió en un gobernante cruel y desconfiado, cuyas intrigas y paranoias de que le arrebataran el poder eran tan grandes que mandó ahogar a su hermanito menor para que nunca se rebelara contra él. Si todavía no les parece suficientemente atroz la historia, el fratricida promulgó una ley según la cual todo sultán al ascender al trono tenía que matar a sus hermanos con el noble fin de evitar guerras civiles.  

Por donde se mire, la historia está llena de hermanos que se mandan matar, de hijos que envenenan a sus padres, de bastardos destronando a vástagos legítimos. El parricidio y el fratricidio han existido desde siempre en todos los regímenes monárquicos, dinásticos, imperiales en los que el poder recae sobre determinados individuos por el hecho de haber nacido de determinados vientres.  

En nuestro país, estamos viviendo en estos momentos lo que se ha descrito como una guerra fratricida, una pugna entre los hermanos Fujimori por heredar el poder que ostentó el padre y sobre el cual, digan lo que digan, se ha construido el proyecto de Fuerza Popular. No viene al caso describir las causas de este cisma que no se pelea con puñales y pócimas envenenadas como antiguo, sino con tuits provocadores, declaraciones destempladas, alianzas reveladoras y bandos que se van dibujando alrededor de los hermanos enfrentados, por ver quién capitaliza, no el poder del padre (hoy libre), sino el apoyo de casi un 20% del electorado que durante más de diez años, y a pesar de las denuncias de corrupción y violaciones de derechos humanos, ha apoyado siempre el proyecto de la naranja familia. 

Tal vez el ingrediente más curioso en este nuevo capítulo de la guerra de sucesión es la respuesta con que la facción de Keiko quiere enfrentar el incremento de popularidad de Kenji: ‘él no cree en la democracia’, dicen, ‘quiere revivir la experiencia de los noventa’, vociferan los Becerril, ‘no forma parte de un partido institucional’, señalan los Salaverry; con la ingenua intención de mostrar a Keiko como la lideresa de un partido donde todo se decide por consenso respetando la opinión de las bases. 

Nada más lejano. El fujimorismo sigue siendo un proyecto familiar donde los protagonistas en pugna llevan el mismo apellido y están a punto de consumar fratricidios y parricidios según convenga. Estamos ante un sistema de sucesión tan lejano de un partido democrático que la intriga Fujimori más que reflexión política genera la curiosidad. Kenji lo tiene claro, Keiko quiere negar lo obvio. Por eso el menor está ganando la partida. (Continuará).