Este sábado almorcé en Moyobamba con unos amables funcionarios del Gobierno Regional de San Martín. Nos rodeaban cañas, palmeras y unas nubes cargadas que amenazaban pero que nunca se precipitaron. En la cabecera estaba Mariela, quien, a mitad del almuerzo, sacó de su cartera un envase plástico de mantequilla y nos dio a probar su contenido.
Eran hormigas fritas, negras y ‘siquisapas’: es decir, tenían el poto bien grande.
Yo iba acompañada por tres limeñas que mezclaban en sus rostros la curiosidad y la repulsión. Afortunadamente, parte de mi sangre proviene de la Amazonía y la comida del lugar no me asombra tanto. A la larga, fritas con mantequilla, las hormigas resultaron ser para todos un manjar varias veces llevado a la boca.
Mientras las devorábamos, la conversación fluyó libremente y, en uno de sus meandros, Mariela nos contó la historia de una maestra que había conocido recién. La profesora estaba consternada: una alumna suya de secundaria había quedado embarazada, algo que, lamentablemente, no es inusual en esa zona: casi un tercio de las mujeres embarazadas en nuestra Amazonía son adolescentes. Como es obvio, el enojo de la profesora no tenía que ver con este fenómeno, sino con otro que ya quisiéramos que se diera en lugar de los embarazos: la alumna no aceptaba la petición de la maestra de que abandonara el colegio.
Tal como se lee. La chiquilla había cometido un gran error a esas alturas de su vida, pero, en lugar de brindarle el apoyo que se necesita para que su pozo no fuera más profundo, la profesora prefería condenarla a no terminar su educación en nombre de vaya uno a saber qué razonamientos que anteponen una moral hipócrita al desarrollo de un ser humano.
¿Qué rezagos del siglo XIX pasarían por la mente de esa señora? ¿Que una chica con panza en un salón de clases es un mal ejemplo? ¿Que quienes la miren en ese estado se verán alentadas a tener sexo? ¿O es el acto reflejo de quienes al ocultar el problema piensan que nunca ocurrió?
Por fortuna, la historia alcanzó luces cuando nos enteramos de que los compañeros de la alumna salieron en su defensa. Los chicos se atrincheraron en el aula y se negaron a tomar clases con la profesora hasta que la víctima de esta historia fuera aceptada.
–¡¡En 35 años de trabajo nunca me han faltado así el respeto!! –reclamaba airada la maestra, según palabras de nuestra proveedora de hormigas.
Una vez que la causa de la alumna triunfó, aparentemente las clases volvieron a la normalidad.
–¡¡Y ese huambra encima me saluda!! Yo ni le hablo ya...– se había quejado la profesora, al recordar al chico que había liderado la resistencia y que, desde mi opinión, mostraba mejor educación que su maestra.
En el envase ya quedaban pocas hormigas. Mientras me llevaba la última a la boca, mi nariz se llenó de su aroma ahumado y mi mente hizo una comparación: esa maestra era todo lo opuesto a esas hormigas. Aquellos bichos negros parecían repugnantes en lo superficial, pero, una vez traspasadas las barreras, constituían una gratísima experiencia. Aquella maestra, en cambio, se disfrazaba de buenas costumbres, pero por dentro no era más que un insecto.