Es inevitable que en un discurso presidencial existan vacíos. No obstante, las omisiones locuaces no pueden librarse del cuestionamiento. El presidente Kuczynski emociona a un país artificial, modelado por sectores “integrados” que sueñan despiertos con ingresar a la OCDE sin instituciones; que miran al informal como “el otro”. Sus “compromisos” –agua, educación, salud, formalización, infraestructura social y lucha contra la corrupción y la violencia– carecen de articulación. No sacude las estructuras por más que sueñe una “revolución social”. (Compárese con la mediocre “gran transformación” de Humala). El primer discurso de Kuczynski es huérfano de alma.
Para el presidente, “el país no tiene tiempo para discusiones ideológicas” (llevándose de un tajo la esencia deliberativa de la democracia). Impone la suya como el “fin de la historia” de la república peruana. Es un Fukuyama radical sin mea culpa. El presidente sentenció que se trata de “poner dinero en el bolsillo de la gente”. La fórmula pepekausa (1% - de IGV + 60% de puestos de trabajo formal = “faro de civilización en el Pacífico y Sudamérica”) es la mayor evidencia del arraigo del delirio tecnocrático que nos domina por décadas. A diferencia del presidente del Consejo de Ministros, Fernando Zavala, no encontré en el discurso inaugural a un estadista sino a un técnico sin brillo político.
Los aplausos generalizados que ha despertado en la platea de la mediocracia (de izquierda a derecha) grafican nuestra falta de autocrítica como país, nuestro conformismo. El hecho de que algunos califiquen el discurso como “progresista” o “socialdemócrata”, solo expresa la hegemonía del libre mercado como sentido común en las mentes de nuestras élites. ¡Qué enajenada nuestra intelligentsia! Se derrite ante cualquier promesa de “más” Estado. Lamentablemente, la “promesa del bicentenario” se quedó en la gasfitería posajuste estructural. No propone ninguna “revolución” en la arquitectura estatal: no aborda el sistema centralista, no promueve reformas políticas para fortalecer el sistema de representación y obvia burdamente la gestión de la conflictividad social. No hay Estado sustantivo.
Tampoco existe política ni sociedad en el discurso de Kuczynski. La ausencia de referencias a su “partido”, Peruanos por el Kambio, delata que es una facción tecnocrática. Se nos viene otro quinquenio sin partido de gobierno, capaz de intermediar entre la demanda social y la política pública. Otra administración que agudizará el hiato entre la movilización desbordante y la política minúscula de “mesas de diálogo”. La nueva administración debe observar los puntos de PBI perdidos por la protesta social. Al presidente Kuczynski no le bastará su pasito tun tun frente a un Tía María o un Conga. La fe en el estilo “campechano” no opaca la convicción de quien protesta.
El presidente Kuczynski no quiere un “Perú moderno”, sino uno a imagen y semejanza de sus convicciones pro mercado. De ellas no saldrá –de ninguna manera– el Estado funcional que encauzaría la politización de la desigualdad. Para Kuczynski Fukuyama el statu quo seguirá gobernando in sécula seculórum. ¿Amén?