Una de las razones que explican por qué al Perú le está costando más que a otros países combatir esta pandemia podría ilustrarse con la siguiente comparación:
“Una vez que se haya levantado de la cama luego de una noche de descanso (es preferible que sean ocho horas, aunque dicho estimado puede variar de acuerdo a la edad) es recomendable que acuda a su cocina o a cualquier otra fuente de agua potable y deposite 250 mililitros del líquido elemento, hervidos previamente, en un vaso, de preferencia de vidrio, para evitar el excesivo uso de utensilios derivados de la petroquímica que ponen en riesgo la sostenibilidad del planeta. Repita el procedimiento a las 12:00, luego a las 16:00 y finalmente a las 20:00 horas (GMT-5)”.
Cuando, en verdad, sería más efectivo redactar esta indicación:
“Tome un litro de agua hervida a lo largo del día”.
La mente recibe información tal como una mano recibe una pelota de tenis: atrapar una es fácil, pero atrapar cinco a la vez es imposible. La enorme cantidad de recomendaciones y limitaciones que hemos recibido de nuestras autoridades en esta emergencia sanitaria, muchas de ellas contradictorias y sin una explicación básica, ha logrado una saturación tal que ha hecho imposible que millones de ciudadanos puedan seguir directivas comunes de forma masiva. Sin embargo, el drama se agrava si pensamos en la deficiencia educativa que nuestro país ha sufrido durante décadas y que nos ha dejado, como legado, una población que no comprende bien lo que le explican. En el 2016, por ejemplo, el 69% de los estudiantes de cuarto de primaria no entendió lo que leía en la evaluación censal de estudiantes. ¿Cómo explicarle un tema de vida o muerte, entonces, a una masa enorme de compatriotas que viven con esa desventaja? La manera ideal es hacerlo con simpleza y símiles cotidianos. Con un abecé básico, como ha ocurrido en Japón. Con “distancia”, “mascarilla” y “lavado” en un cantito sin fin, tal como aprenden los niños en un jardín de infancia.
Ya se sabe que la desmesurada informalidad de nuestro país es, también, una razón prevaleciente para el disparo de nuestros contagios y será, además, uno de los principales retos por abordar para que una nueva crisis no nos pulverice en el futuro. Lamentablemente, esta manera enmarañada de comunicarnos también parece ser un causante principal de nuestra informalidad.
Por una reciente entrevista al economista Hugo Ñopo me he enterado de una investigación de Miguel Jaramillo, su colega en Grade, que explica que una parte importante del rechazo a la formalidad estriba en el miedo a enfrentar la oscura nube de sus tecnicismos y complejidades. No es solo que ser formal pueda costar recursos monetarios, sino que también implicaría un costo cognitivo demasiado alto para ser enfrentado: un abismo de profunda complejidad que es mejor rodear por los cantos.
Para decirlo claro y no caer en la trampa que he intentado denunciar:
La plata bajo el colchón se entiende mucho mejor que una maraña de instrucciones, trámites y formularios.