Una cosa es tener ojos. Otra es mirar. La ciencia nos ha multiplicado los ojos y hoy podemos ver desde partículas infinitesimales hasta los linderos del universo. Pero poco ha cambiado en cuanto a cómo dirigimos la mirada. Con frecuencia, por ejemplo, vivimos sin una vez mirar al vecino. Y si apenas miramos al vecino urbano, menos aún nos interesa conocer al vecino rural, sobre todo cuando es fácil crear leyendas que sirven para convencernos de que conocemos ese mundo.
La leyenda mayor es que para el desarrollo nacional, la agricultura es más lastre que esperanza. El futuro productivo estaría en actividades de alta productividad, más susceptibles a la innovación y la tecnología, como son las manufacturas, la minería, las comunicaciones modernas y la infraestructura. Salir de la pobreza sería casi sinónimo de salir de la agricultura, al menos para una mayoría de los campesinos de hoy. El atraso general del país sería en buena parte atribuible al peso muerto de un gran sector de minifundismo improductivo, con pocas perspectivas futuras por la difícil geografía, el cambio climático, la informalidad, la baja educación y los largos años de degradación de la tierra. Como en toda leyenda, los argumentos son tan plausibles que se vuelve ocioso mirar la evidencia.
Pero la evidencia dice lo contrario. Desde hace más de un siglo, entre 1900 y 2012, el aumento anual de la productividad del agricultor ha sido 2,3% al año, igualando el de las otras actividades productivas en el Perú y superando incluso el aumento anual del producto por persona en las economías de Estados Unidos y Europa. Además, el dinamismo productivo de la agricultura peruana –que sigue siendo mayormente minifundista y que padece un sinnúmero de obstáculos– se vuelve mayor. En el último cuarto de siglo su productividad ha crecido en casi 5% al año por efecto de un continuo ‘boom’ de inversión. Ese esfuerzo, en gran parte financiado por el ahorro propio de pequeños y grandes agricultores, ha sido enorme. En menos de dos décadas, se ha creado un 30% más de superficie agrícola, y 50% más de superficie con riego. Además, las estadísticas registran una enorme y generalizada adopción de prácticas agropecuarias más modernas, desde la vacunación del ganado, el uso de tractores, un fuerte aumento en la compra local de vehículos motorizados que facilitan el movimiento de productos y personas y el cambio hacia cultivos de mayor valor.
Una segunda leyenda es que la población rural abandona el campo. Ciertamente, se reduce la población estrictamente rural, radicada en chacra, pero gran parte de esa migración no se dirige a las ciudades sino a los pueblos más cercanos, que hoy cuentan con colegios secundarios, postas médicas y otros servicios no disponibles en el campo. Muchos de esos pueblos se han vuelto más dinámicos que las grandes ciudades. Así, los pequeños pueblos que tradicionalmente daban la espalda al campo y servían solo como residencias para autoridades y hacendados, hoy empiezan a darle la cara al campo, volviéndose proveedores de productos y servicios para una agricultura más moderna, y vendiendo también los productos de consumo que pide una población rural con más poder de compra. Conversamente, la creciente población de los pueblos se vuelve un mercado para las chacras locales. El Perú cambia rápidamente. El que no se da el tiempo para mirar al campo de hoy se perderá una transformación fascinante y esperanzadora.