No solo el minero necesita licencia social. El país entero la necesita. Porque vivir en una colectividad es vivir invadiendo el espacio de otros, continuamente y de una u otra manera, con fiestas en la noche, construcciones en el día, competidores que incursionan en el territorio de nuestra clientela, choferes apurados, vecinos que prefieren pistas anchas en vez de una hilera de árboles, irrespetuosos que se cuelan en la cola, apadrinados que nos roban oportunidades de trabajo, municipios o la Sunat que invaden nuestro bolsillo… La vida en sociedad es un choque sin fin de derechos personales.
De allí el papel central de un sistema de tolerancias, reglas, arbitrajes y licencias, sistema que algunos describen como pacto social. Pero acceder a ese pacto supone sacrificar la defensa a ultranza de derechos individuales y apostar por los beneficios del toma y daca regulado. En el Perú nos aferramos a la ventaja individual, que con frecuencia es segura y se encuentra a la mano (un amigo en el municipio, la distracción del serenazgo, el escudo de una norma ambigua, un cliente que acepta cancelar en efectivo para evitar el IGV, autoridades dispuestas a aceptar una coima). El resultado es un país que funciona, pero mal.
Creo que nuestra renuencia a confiar se origina en una herencia de escasa justicia social. ¿Cómo apostar por un sistema que ha sido tan abiertamente propiedad de una minoría? ¿Qué credibilidad puede tener un pacto social? Sobreponernos a una larga historia del poder de facto es comparable a salir de las mafias, que una vez instaladas se vuelven extremadamente difíciles de erradicar.
A pesar de esa dificultad, el Perú reporta un avance sustancial en justicia social durante el último medio siglo. Los primeros pasos significaron una democratización del voto, que en 1956 incluyó a las mujeres y desde 1980 alcanzó a los analfabetos. La exclusión electoral se fue reduciendo con la expansión del sistema educativo por todo el territorio. La población analfabeta de 58% en 1940 bajó a solo 18% en 1980. La desigualdad económica se volvió un tema de debate durante los años sesenta pero la pobreza seguía olvidada. En esos años el médico brasileño Josué de Castro escribió sobre el “tabú del hambre, tema que no era posible conversar públicamente por sus repercusiones políticas y sociales”. El régimen militar de los años setenta significó una redistribución del poder político, aunque sus medidas redistributivas poco hicieron para reducir la desigualdad o pobreza, y fueron seguidas por una década de terrorismo y crisis financiera. La política social cambió durante los años noventa, priorizando la pobreza sobre la desigualdad, política que fue reforzada durante el nuevo milenio. La descentralización política propició un aumento sustancial en la construcción de obras en los distritos más pobres. Los caminos rurales, y luego la llegada del celular, han sido particularmente efectivos para potenciar tanto la capacidad productiva como el poder político de la población históricamente olvidada del interior, logros que se reflejan en las cifras de reducción de la pobreza y la desigualdad.
La confianza es una planta que crece lentamente. Pasará un tiempo antes de que los avances sociales se traduzcan en una mayor credibilidad del sistema social, ayudándonos así a salir del empantanamiento conflictivo. Más que los logros objetivos de tipo económico, la sensación de justicia social debe ser creada en el ámbito de la política, con un liderazgo político convincente, un reforzamiento de la participación y autodeterminación, y la creación de símbolos que realcen el sentido de ser parte de una misma nación.