El más ‘desubicado mal’ fue Alberto Fujimori: ganó a pesar de Lima y gobernó contra Lima, siendo limeño de nacimiento como no lo era su rival Mario Vargas Llosa. Su mezcla de liberalismo salvaje con autoritarismo corruptor nos llenó de cacos y de combis. Y, miren pues, lo más picante de la agenda municipal hoy es la inseguridad y la reforma del transporte.
El antilimeñismo de Fujimori pudo ser consecuencia directa de un triunfo que alentó legítimos sentimientos anticentralistas. Pero se convirtió en tragedia metropolitana cuando usó a Lima para su venganza. El proyecto del tren eléctrico fue enterrado porque sus pilares mochos servían de recuerdo del fracaso aprista. Así de mezquino fue con Lima y lo fue más aun luego de que Ricardo Belmont, nuevo alcalde, lo retó en 1996.
Desde entonces, cerró el caño del Gobierno Central para la capital y sus legisladores –en especial, la inefable Carmen Lozada de Gamboa– idearon leyes para fastidiar la gestión de los alcaldes opositores. Alberto Andrade tuvo que bregar contra informales, transportistas y trabajadores despedidos que Fujimori, el más antisindicalista de nuestros presidentes, ¡ayudó en sus reclamos de reposición! (Finalmente, tuvo su merecido: el Callao lo reclamó para la Base Naval, pero Lima lo encerró en la Diroes de Ate-Vitarte. Keiko sabe muy bien que su padre fue retorcido con su ciudad, y sospecho que esa es una de las partes más difíciles de procesar de su culposa herencia).
Luis Castañeda la tuvo más fácil, porque Alejandro Toledo y Alan García no tuvieron razón ni motivo para emprenderla contra Lima. Se recuperó, con cierta lentitud, la obligación central de aportar a la capital. García, ni tonto, retomó su tren, y con Ollanta Humala el sueño del metro propio por fin se licitó.
Los ‘desubicados mal’ no son los últimos presidentes. Son nuestros últimos alcaldes que debieron reclamar a los primeros, a todo pulmón, que la descentralización del Perú en regiones es justa y necesaria, pero no tiene por qué entrañar un castigo para el tercio del país que habitamos Lima.
El chiclayano Castañeda recibió a Lima como consuelo a su derrota en la campaña presidencial del 2000 y hoy busca repetir el plato. Puedo superar mi xenofobia y aceptar que un migrante gobierne a mi patria urbana, pero no perdono que usen a Lima de trampolín. Susana Villarán, limeña de origen, padece esa misma ‘desubicación’. No quiere, igual que Lucho, a Lima como fin y por convicción. Quiere cruzar la Plaza de Armas hacia Palacio. No sé si Salvador Heresi, Enrique Cornejo, Fernán Altuve, Jaime Zea o Alberto Sánchez Aizcorbe tengan, muy desarrollada, esa loca pretensión; en todo caso, su más bajo perfil la atenúa.
Los limeños padecemos el complejo de sentirnos culpables de todas la iniquidades nacionales. Por eso, lo políticamente correcto ha sido reclamar por ellas en abstracto antes que por nosotros en concreto. Como si la pobreza, la corrupción y la violencia familiar no habitaran también en Lima. Como si la capital no fuese destino, a la vez, de aspiracionales y de desarraigados.
Pero las regiones ya existen. Aunque sea por este mes, dejémoslas con su canon, reclamos, facultades transferidas, elecciones, movimientos independientes, congresistas (que no tenemos); y mirémonos el ombligo.