Una amiga me decía que le preocupaba en qué sociedad iban a vivir sus hijos. Cuando le pregunté por qué pensaba eso, me mencionó a Twitter como una de las razones. Ah, bueno, le dije. Sí. A veces una inmersión en Twitter puede hacerte perder la fe en la humanidad. Sin embargo busqué tranquilizarla mientras, de paso, me tranquilizaba yo mismo.
Twitter es un coliseo cerrado al que ingresa una pequeña porción del mundo con ánimo de seguir puntos de vista sobre los ene temas que surgen a diario. Como ocurre en todo recinto que implique demostraciones públicas y cierto nivel de competición, hay quienes acuden con ánimo de observar, pero también ingresan los polemistas de toda índole y, con ellos, muchos asistentes con vocación de barristas y hasta de barras bravas.
Visto así, Twitter es más un laboratorio condicionado de la humanidad que un muestrario justo de la misma. Y si su importancia ha sido tan inflada, se debe al insólito apoyo de los medios que antes se denominaban “tradicionales”: es la prensa televisiva, escrita y radial la que ha terminado convirtiendo en noticia las breves frases que los usuarios más o menos célebres han digitado en mitad de sus andanzas. Si los medios noticiosos ignoraran las publicaciones de Twitter, esta red social no sería más que un recipiente tapado en el cual cierto tipo de personas siguen una gran conversación con visos entre borgianos, kafkianos y cantinflescos.
Como ocurre en todo coliseo desde los tiempos romanos, la atmósfera de Twitter está impregnada de aires de competición: los usuarios proclaman sus puntos de vista y, en verdad, a la mayoría no los moviliza las ganas de aprender en el intercambio, sino la posibilidad de ganar. No necesariamente se busca expandir el propio punto de vista: se quiere confirmar que se tiene la razón.
Solo así se explica el nivel de insultos que se puede observar en esta gran olla, pues la violencia es el recurso que le queda a quien no tiene ideas: ocurre en el fútbol con los adversarios macheteros y pasa en las redes con quienes no tienen maneras inteligentes de exponer sus puntos de vista. Sin embargo, para los polemistas virtuales que quieren pasar por inteligentes existe un recurso que no es violento, pero que sí hiere a la mesura: el maniqueísmo. Es decir, esa interpretación de los hechos que tiende a valorar las cosas en sus extremos, sin detenerse en los términos medios. O, si estiramos algo más la definición, esas ansias de antagonizar o polarizar llegando a conceptos que nadie nombró en primer lugar. Hace poco, por ejemplo, escribí que el Estado debería encontrar formas menos ortodoxas de medir el retorno para que podamos invertir más en cultura y alguien me respondió que un niño con anemia también merecía inversión, como si mi pedido implicara alentar la anemia o como si el desarrollo de una persona no debiera ser integral.
Defienda los derechos de un desvalido y alguien fantaseará con que usted es comunista. Póngale paños fríos a las críticas a una empresa e insinuarán que es un explotador capitalista.
Una conversación que tira de los extremos de la soga jamás llega a un acuerdo.
Y eso es Twitter.