Marcelo Odebrecht se ha convertido en un personaje clave en el escándalo de corrupción más grande de los últimos años. (El Comercio)
Marcelo Odebrecht se ha convertido en un personaje clave en el escándalo de corrupción más grande de los últimos años. (El Comercio)
Carlos Meléndez

“Lo que están viviendo los peruanos en este momento con respecto a Lava Jato me parece un ‘déjà vu’”, sostiene una colega brasileña en Sao Paulo mientras le comento las noticias de ayer. Las delaciones de prometieron arrasar con la clase política del país del ‘ordem e progresso’, al punto que fueron bautizadas como las del fin del mundo. A inicios de este año, Marcelo sostuvo que contribuyó financieramente –de manera ilegal– a las candidaturas presidenciales de Dilma-Temer (PT-PMDB), de Aécio Neves (PSDB), Marina Silva (PSB) y Eduardo Campos (PSB). Gracias a esta delación obtuvo una reducción de su pena de 19 años y 4 meses a la mitad (10 años), de los cuales solo dos años y medio los cumplirá en prisión. De hecho, se espera que uno de los más grandes empresarios corruptos de América Latina pase la Navidad en su hogar.

Marcelo llevó la corrupción empresarial a un nivel inédito para la informalidad latinoamericana: la burocratizó. El Departamento de Operaciones Estructuradas (DOE, imperativo de ‘donar’ en portugués) del holding que presidía fue la rama administrativa que controló la “caja dos”; es decir, los fondos para influir –a través de sobornos a políticos de alto nivel– en los concursos públicos de grandes obras de infraestructura. Su influencia en el gremio constructor brasileño fue tal, que lo transformó en un cartel. El crimen se convirtió en vicio: algunos allegados suyos señalan que Marcelo no corrompía políticos solo por negocios, sino también por placer. El largo fondo de su bolsillo traspasó fronteras, a tal punto que se ha involucrado a presidentes actuales (Juan Manuel Santos en Colombia, Juan Varela en Panamá), a ex presidentes (Dilma y Lula en Brasil; Toledo, García y Humala en el Perú), a vicepresidentes (Jorge Glas en Ecuador) y a ex candidatos presidenciales (el uribista Óscar Zuluaga en Colombia y la campaña de Keiko Fujimori en el Perú, según las fuentes de este Diario).

De los mencionados, Humala y Glas se encuentran privados de su libertad. Las delaciones premiadas –jurídicamente– requieren de pruebas que permitan el procesamiento de las responsabilidades. Mediáticamente, su impacto es también limitado, sobre todo si se expande a toda la clase política como revisa el caso brasileño. La politóloga Nara Pavao (de la Universidade Federal de Pernambuco) sostiene que cuando la corrupción abarca a toda la clase política, de izquierda y de derecha, y se convierte en una constante, deja de ser el elemento decisivo como criterio de definición electoral. Si –como Marcelo acusa– los principales candidatos presidenciales (¿incluye a PPK?) han sido alimentados por fuentes financieras corruptas, la generalización provoca un efecto de cinismo político. El elector se enajena, se desmoviliza; no protesta ni busca alternativas. No hay una traducción política inmediata, a pesar incluso de amenazas populistas.

Marcelo es el ‘príncipe’ de un holding que terminó corrompiendo a gran parte de la clase política latinoamericana (y africana). Su modus operandi convirtió –al menos ante los ojos de la justicia– a partidos en organizaciones criminales (Dilma junto con Lula han sido acusados de formar ‘quadrilha’). Pero además contribuyó a una cultura de desafección política que llena las urnas electorales latinoamericanas de desconfianza crónica.