Bienvenido al grupo de los inmortales efímeros, le dice Daniel Rondeau, miembro de la Academia Francesa, al incorporar a la institución rectora del idioma galo a Mario Vargas Llosa. Con ese oxímoron (una eternidad breve o un fuego frío) mostraba que tal vez lo más estable en la vida del poeta de “La ciudad y los perros” han sido sus grandes cambios y contradicciones.
Cambios en su estilo, pues, siendo parte del ‘boom’ de la literatura latinoamericana, solo rozó el realismo mágico (ese de las estatuas que lloran, el mal de ojo y las mariposas amarillas), que identificaba al movimiento. Más bien, mientras otros, García Márquez en especial, se ciñeron solo a este, Vargas Llosa trascendió en estilo y continuó vigente hasta hoy.
Contradicción en su posición política, pues si otros intelectuales latinos defendieron toda la vida al Fidel de su juventud, el escribidor siguió la más usual evolución del homo sapiens, la del joven izquierdista que quiere repartir porque nada le ha costado, al adulto conservador que quiere defender el fruto de su trabajo. Ser castrista de joven y marqués monárquico de viejo le permitió conectar por más tiempo con la mayoría de sus coetáneos.
Contradictoria, efímera y permanente fue también su vocación política, que lo llevó a postular a la presidencia del Perú; al no ser elegido por una mayoría ciudadana a la que nunca entendió, declaró que dejaría esa “abyecta” carrera. A pesar de ello, continuó haciendo activismo, generándose más antipatías que amores con sus permanentes escritos y declaraciones sobre la política peruana.
Y, siendo muy cosmopolita, es quizás el más peruano de los escritores. Nadie ha escrito sobre temas tan variados del país, la Lima miraflorina, la política de los 60, la mangachería piurana, la sierra de Mayta, la selva del caucho o la vida de Flora Tristán en el siglo XIX. Y hasta en sus obras sobre Brasil o República Dominicana se sienten imágenes de aquí. Si en su discurso insinuó que en París había superado los límites de su peruanidad, los comentarios en la academia le recordaban insistentemente sus colores rojo y blanco.
Y entre otros contrastes, como ser un francófilo nacionalizado español y un muy serio académico ‘habitué’ de las revistas de chismes sociales, ¿qué mayor contraste, casi oxímoron, que ser proclamado un grande de la lengua francesa, nunca habiendo escrito en ese idioma?
Discutido, sí. Controversial, ciertamente. No siempre simpático, quizás. Pero, sin ninguna duda, este peruano remarcable y hoy reconocido de manera tan especial en Francia es un orgullo para el país
Pensándolo bien, más que su estilo de escritura, quizás su vida sea, ella sí, un caso claro de realismo mágico. Que tengan una gran semana.