Enrique Planas

Las máscaras más diversas se inventaron para olvidarnos del papel que cada uno de nosotros juega en la realidad, para poder ser otro durante la temporada de carnaval. Para los tiempos de pandemia, en cambio, las uniformes nos disuelven en el anonimato: con ellas somos parte de todos y somos nadie a la vez. Nos permiten escondernos de nosotros mismos y ocultarnos de los demás.

Las llevamos desde hace dos años, acostumbrados ya a sus restricciones. Pasada la incomodidad inicial, empezamos a descubrir algunos beneficios no calculados, además de la obvia protección viral: desde la posibilidad de esconder el acné, el aparato de ortodoncia o la simple falta de dientes, hasta la oportunidad de no saludar a quienes no nos han reconocido sin sentirnos culpables por ello. Si desde tiempos primitivos el ritual de la máscara nos permitía transformarnos, en la mascarada pandémica nos hemos aferrado a este elemento de protección frente al mal. La mascarilla no nos cambia; más bien, uniformiza. Cuán distintos son el uso corriente y el uso simbólico que proyectamos en ellas.

Ahora que las autoridades anuncian, no sin contradicciones, que se nos permitirá en breve quitarnos las mascarillas en espacios públicos, ya empezamos a imaginar la posibilidad de volver a ser nosotros mismos, los de siempre otra vez. Pero quién sabe si el cambio será fácil: siempre duele soltar los privilegios obtenidos por la trampa del disfraz, el recurso de las tapadas, la feliz mascarada en la que nos disolvemos. El escritor chileno José Donoso lo escribió en sus diarios: “Lo que hay detrás del rostro de la máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara. Las distintas máscaras son una herramienta, las usas porque te sirven para vivir. No sé qué es eso de la autenticidad. Lo que sé es que la vida es un complejo sistema de enmascaramientos y simulaciones”.

Los especialistas con reflejos para advertir las actuales variaciones de nuestra conducta ya lo han definido. El diario español “El País” habla del para definir el comportamiento de cientos de adolescentes que evitan quitarse la mascarilla aun en lugares donde ya pueden prescindir de su utilización, sea por sus habilidades sociales disminuidas, una complicada gestión de las emociones o una creciente ansiedad social.

Es posible que quitarnos la mascarilla acentuará las fobias en las personas más inseguras, obsesivas, hipocondríacas, de autoestima frágil o bajo estado de ánimo. Tal vez, en lugar de pensar en abandonarla, debamos abrazar una idea más cínica, pero exacta: disfrazarnos de nosotros mismos. Recuperar esa máscara que se ajusta perfectamente a nuestro rostro, la que vestimos con comodidad y sin esfuerzo. Respirando perfectamente.

Enrique Planas es periodista y escritor

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