Se ha vuelto a poner en agenda el tema de la unión civil por parte del congresista Alberto de Belaunde. La reacción no se ha hecho esperar en aquel sector mayoritario de la población cuya voz más reconocida es, sin duda, la del cardenal.
El arzobispo, ratificándose una vez más en la postura oficial de la Iglesia Católica (y de todas las iglesias monoteístas, en realidad), ha respondido que si se quisiera adoptar una medida de tal importancia social, debería ser consultada a todos los peruanos, para ver si el pueblo quiere o no el “matrimonio homosexual”. Más allá de si esto es posible o no, es evidente que según las encuestas no lo quiere.
El tema es que el cardenal se está pronunciando sobre el matrimonio civil con categorías religiosas, pues todas sus objeciones lo son. Desde la Biblia en innumerables versículos, pasando por la doctrina de los santos padres y la tradición iusnaturalista, la Iglesia nunca aceptará que pueda existir un matrimonio, esto es, un sacramento, que no sea en este caso entre un hombre y una mujer.
Esto, sin embargo, debiera carecer de todo sentido para aquellos que consideran al matrimonio y a la familia sin la dimensión religiosa que le da la Iglesia. ¿Cómo puede pues introducirse en un debate civil un tema de fundamentos sacramentales?
La responsabilidad de que esto ocurra no es de la Iglesia; es estrictamente de quienes, siendo republicanos, han trasladado una institución religiosa al ámbito civil.
La génesis de la institución matrimonial es y ha sido siempre religiosa. Por lo tanto, al haber querido equiparar en nuestros códigos civiles a una institución eclesiástica como el matrimonio, este no ha podido dejar la carga religiosa que se expresa cada vez que la esencia del mismo pretende ser modificada, a saber, que los contrayentes puedan ser del mismo sexo.
Si las objeciones al matrimonio homosexual son casi todas de carácter religioso para preservar lo dispuesto por Dios, pues el matrimonio como tal debería ser abolido del Código Civil y regresar íntegramente al fuero religioso.
Así pues, quienes deseen contraer matrimonio, tendrán que hacerlo únicamente por la(s) iglesia(s) y someterse a sus reglas (fin de la dupleta civil-religioso). Tendrán que saber también que si lo hacen no habrá divorcio posible, con lo que mejorará para la Iglesia la calidad de los contrayentes, pues solo los que tengan verdadera fe se casarán y cumplirán con el santo sacramento.
El Código Civil, por otra parte, debería dar cabida a través de una unión civil a todos aquellos que, por las razones que fuera, quieren unir sus vidas bajo las leyes civiles y que no necesariamente creen ni en la religión ni en sus sacramentos, sin importar el sexo de los contrayentes. Estos sí podrían divorciarse, para más señas.
La ganancia es obvia. La Iglesia restituye para sí el monopolio del matrimonio. En cuanto al “infierno”, es problema de los que no creen.